EL TERROR DE LOS MINISTROS
(Episodio histórico)
En el año 1853, el Sr. Caraveco era
un digno empleado con seis mil reales en la provincia X. Nunca había discutido
sobre política, y elogiaba á todos los gobiernos; su preocupación única
consistía en mantener a su mujer y a sus seis hijos, de nómina a nómina, sin
solución de continuidad. Trabajador concienzudo, no tenía ambiciones y se
juzgaba feliz. Pero un día le llamó su jefe y díjole entristecido: - ¿Sabe
usted. Sr. Caraveco, que ha cambiado la situación política? - Sí, señor. - ¿ y
que ahora tenemos de presidente del gobierno y ministro del ramo al señor conde
de San Luis? : - ¡Ah! i excelente persona! - Pues esa excelente persona le deja
á usted cesante, mi buen amigo. Vea usted la comunicación ... y créame que lo
siento en el alma.
El Sr. Caraveco abrió los ojos y la
boca, palideció y dejó caer su sombrero. - ¡Cesante! - murmuró cuando pudo. – “Pero
el señor ministro ignorará que tengo mujer" y seis hijos? - Eso, asegúrelo
usted. - Pues lo sabrá, sí, lo sabrá ... ¡iré á Madrid! y el Sr. Caraveco, consternado,
pero resuelto, salió de la oficina, entró en su casa, recogió las migajas. de
su hucha, besó á su media docena de vástagos y ocupó un asiento de la
diligencia que salía para la corte. El Sr. Caraveco había estado en Madrid
durante cuatro ó cinco años de su juventud, pero no conocía a ninguna persona
de valimiento político. Esto le inquietaba poco, pues confiaba en su buena causa,
y en que un ministro honrado no había de condenarle á la miseria. - Lo malo es
que esos señores necesitan memoria, mucha memoria, y no todos gozan de la que
han menester - solía repetirse.
Nuestro hombre pidió una audiencia al
conde de San Luis, y la obtuvo. - ¿Quién es usted y qué desea? - le preguntó el
conde. - Señor, soy Caraveco; empleado cesante, con mujer, seis hijos y buenos
informes. Deseo mi reposición, si vuestra excelencia se digna...
- Procuraré complacerle, ya veremos
si es posible- contestó el ministro, según fórmula consagrada. - Deje usted la
nota, y si no le ocurre otra cosa ... Pero transcurrieron cuarenta y ocho horas
y ...¡nada para el Sr. Caraveco! Este le halló explicación muy fácil.
- La pícara memoria ... eso es. Por
consiguiente, nuestro hombre se trasladó al patio del ministerio de la
Gobernación, y allí estuvo
de centinela hasta que llegó el coche
del presidente. Apenas se detuvo aquél, corrió Caraveco, y anticipándose, abrió
con una mano la portezuela, y con la otra se quitó el sombrero. El conde, al
bajar, le preguntó: - ¿Quién es usted? ¿Qué quiere? - Señor, soy Caraveco,
empleado cesante, con mujer y seis hijos ... - ¡Ah! sí, ya recuerdo ; pero he
dicho á usted que haré lo posible... - Mil gracias, excelencia. Pero no
culpemos á Caraveco de la rebelde memoria del ministro, y como ésta era el
único escollo, pues su voluntad estaba bien vista y expresada, aquél fue á encontrarlo
algunas noches después en la escalera de su propia casa, y con la misma actitud
humilde le dijo saludándole: - Señor, soy Caraveco ; empleado cesante, con mujer
y seis bijos ... - ¿ Otra vez?
- exclamó el conde reconociéndole:
- No necesita usted molestarse más, señor .... ... Caraveco ... Caraveco ...
Cara ... - ¡Bien, bien, le tendré presente! - replicó el ministro apretando el
paso.
En aquellos días el conde cayó
enfermo de un enfriamiento, que á nadie preocupó por lo leve; pero cada mañana
le llevaban al lecho con los periódicos una tarjeta concebida así:
Estas tarjetas ayudaron a sudar al
conde y á restablecerse. Mas cuando salió de nuevo, halló en la puerta al cesante
que le felicitaba, y no pudo contener su enojo. - Señor mío : agradezco tanta,s
atenciones; pero me será posible colocarlo y mientras el ministro partía en su
coche, el pobre Caraveco murmuraba: - ¿Qué oigo? El señor conde tiene ya buena memoria;
mas ahora le falta voluntad ... ¡Yo la conquistaré con paciencia!, y puede
decirse que entonces fué cuando comenzó su campaña Caraveco.
Si el ministro iba á la iglesia, allí
estaba nuestro hombre colocado entre aquél y el altar, e inevitablemente visible.
Si iba al teatro, al entrar y al salir, murmuraban á su oído: « Señor,
Caraveco, cesante, con mujer y _ seis hijos ... » En el Congreso y en el
Senado, siempre encontraba el eterno Caraveco, primeramente en la puerta y
luego en la tribuna de orden, celebrando con palmas los elogios dirigidos al
gobierno. El conde de San Luis había agotado todos los medios para librarse del
importuno: ni el desdén, ni la burla, ni el enfado, ni la amenaza:, fueron
eficaces. Era impotente contra aquel hombre fantasma, siempre humilde,
respetuoso, suplicante. ¿Qué había de hacer con él? ¿ De qué delito podría
acusarle? Pero es lo cierto que el conde no podía apartar ya de su
imaginación al cesante, y que á veces le preocupaba más el fastidio del próximo
encuentro ineludible, que un negocio de Estado.
Llegó á repetir á solas maquinalmente
aquel nombre que le ponía nervioso, y aun al acostarse, miraba debajo de la
cama, inseguro de que el cesante no se hubiera escondido alli para dirigirle su
plegaria: Por último, desesperado, aburrido, el conde tomó una resolución
heroica. Aquel día, al bajar de su coche en el ministerio, en vez de increpar
duramente á Caraveco, le dijo: - ,. ¡Sígame usted! ... ¡Venga usted á mi
despacho!.
El cesante obedeció temeroso, y poco
después se hallaba en frente del ministro, que ocupaba su poltrona. - ¿De qué
sueldo gozaba usted? - Señor, de seis mil reales. - Bueno, pues tome usted esta
credencial de diez mil reales para las islas Canarias. Pero le advierto y le
juro que si dentro de veinticuatro horas está usted aún en Madrid, le meto en
la cárcel. Lo mismo le ocurrirá si se atreve á volver. Puede usted marcharse. Caraveco,
aturdido, confuso, emocionado, no respondió palabra; recogió su. credencial y
escapóse como una saeta. El ministro supo por la. policía que aquella misma tarde
había salido Caraveco de Madrid. y entonces respiró.
Once años después de este verídico
suceso, era Narváez jefe del gabinete y D. Luis González Bravo ministro de la
Gobernación. Un día vióse éste compelido con urgencia á remover varios
empleados para colocar otros, y á fin de no dar palos ¡le ciego, esto es, sobre
los amigos de sus amigos, pidió el libro registro de recomendaciones. - Vamos -
dijo al jefe del personal, - ¿cuáles son, entre los más antiguos, los menos
acorazados? Del examen resultó que el más débil poseía las conchas de un
caimán. Sólo uno aparecía huérfano de toda defensa. - y á este Sr. Caraveco,
¿nadie le ha recomendado? - preguntó el ministro. - No, señor... y si á V. E.
le parece ... - Sí, hombre, sí, desde luego. Fuese el jefe del personal, y
González Bravo quedó buscándole explicación al fenómeno de que aquel empleado
hubiera permanecido once años en su puesto.
Con efecto, desde 1853 á 1864 habían
sido ministros de la Gobernación los Sres. Santa Cruz (D. Antonio y D.
Francisco), Huelbes, Escosura, Ríos Rosas, Nocedal, Armero, Bermúdez de Castro,
Ventura Díaz, Fernández de la Hoz, Posada Herrera, Calderón Collantes, el
marqués de la Vega de Armijo, Rodríguez Vaamonde, el marqués de Miraflores,
Cánovas del Castillo y D. Alejandro Mon. ¿ Cómo es que ninguno se había visto
en la triste precisión de sacrificar al inofensivo Sr. Caraveco? . El gran
estadista y hombre de mundo, más curioso cada vez, inclinóse sobre el libro y
entonces distinguió algunas palabras medio borrosas escritas con lápiz, de puño
y letra del conde de San Luis, á continuación del nombre de Caraveco. Estas
palabras decían: - ¡Ay de quien le toque! Apenas las hubo leído González Bravo,
oprimió el timbre con fuerza y escribió también al margen: - ¡No seré yo!
PEDRO DE NOVO COLSON
brillante...!!!!!!
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