jueves, 23 de julio de 2020

EL TERROR DE LOS MINISTROS
(Episodio histórico)

En el año 1853, el Sr. Caraveco era un digno empleado con seis mil reales en la provincia X. Nunca había discutido sobre política, y elogiaba á todos los gobiernos; su preocupación única consistía en mantener a su mujer y a sus seis hijos, de nómina a nómina, sin solución de continuidad. Trabajador concienzudo, no tenía ambiciones y se juzgaba feliz. Pero un día le llamó su jefe y díjole entristecido: - ¿Sabe usted. Sr. Caraveco, que ha cambiado la situación política? - Sí, señor. - ¿ y que ahora tenemos de presidente del gobierno y ministro del ramo al señor conde de San Luis? : - ¡Ah! i excelente persona! - Pues esa excelente persona le deja á usted cesante, mi buen amigo. Vea usted la comunicación ... y créame que lo siento en el alma.

El Sr. Caraveco abrió los ojos y la boca, palideció y dejó caer su sombrero. - ¡Cesante! - murmuró cuando pudo. – “Pero el señor ministro ignorará que tengo mujer" y seis hijos? - Eso, asegúrelo usted. - Pues lo sabrá, sí, lo sabrá ... ¡iré á Madrid! y el Sr. Caraveco, consternado, pero resuelto, salió de la oficina, entró en su casa, recogió las migajas. de su hucha, besó á su media docena de vástagos y ocupó un asiento de la diligencia que salía para la corte. El Sr. Caraveco había estado en Madrid durante cuatro ó cinco años de su juventud, pero no conocía a ninguna persona de valimiento político. Esto le inquietaba poco, pues confiaba en su buena causa, y en que un ministro honrado no había de condenarle á la miseria. - Lo malo es que esos señores necesitan memoria, mucha memoria, y no todos gozan de la que han menester - solía repetirse.

Nuestro hombre pidió una audiencia al conde de San Luis, y la obtuvo. - ¿Quién es usted y qué desea? - le preguntó el conde. - Señor, soy Caraveco; empleado cesante, con mujer, seis hijos y buenos informes. Deseo mi reposición, si vuestra excelencia se digna...

- Procuraré complacerle, ya veremos si es posible- contestó el ministro, según fórmula consagrada. - Deje usted la nota, y si no le ocurre otra cosa ... Pero transcurrieron cuarenta y ocho horas y ...¡nada para el Sr. Caraveco! Este le halló explicación muy fácil.
- La pícara memoria ... eso es. Por consiguiente, nuestro hombre se trasladó al patio del ministerio de la Gobernación, y allí estuvo
de centinela hasta que llegó el coche del presidente. Apenas se detuvo aquél, corrió Caraveco, y anticipándose, abrió con una mano la portezuela, y con la otra se quitó el sombrero. El conde, al bajar, le preguntó: - ¿Quién es usted? ¿Qué quiere? - Señor, soy Caraveco, empleado cesante, con mujer y seis hijos ... - ¡Ah! sí, ya recuerdo ; pero he dicho á usted que haré lo posible... - Mil gracias, excelencia. Pero no culpemos á Caraveco de la rebelde memoria del ministro, y como ésta era el único escollo, pues su voluntad estaba bien vista y expresada, aquél fue á encontrarlo algunas noches después en la escalera de su propia casa, y con la misma actitud humilde le dijo saludándole: - Señor, soy Caraveco ; empleado cesante, con mujer y seis bijos ... - ¿ Otra vez?                - exclamó el conde reconociéndole: - No necesita usted molestarse más, señor .... ... Caraveco ... Caraveco ... Cara ... - ¡Bien, bien, le tendré presente! - replicó el ministro apretando el paso.

En aquellos días el conde cayó enfermo de un enfriamiento, que á nadie preocupó por lo leve; pero cada mañana le llevaban al lecho con los periódicos una tarjeta concebida así:
Estas tarjetas ayudaron a sudar al conde y á restablecerse. Mas cuando salió de nuevo, halló en la puerta al cesante que le felicitaba, y no pudo contener su enojo. - Señor mío : agradezco tanta,s atenciones; pero me será posible colocarlo y mientras el ministro partía en su coche, el pobre Caraveco murmuraba: - ¿Qué oigo? El señor conde tiene ya buena memoria; mas ahora le falta voluntad ... ¡Yo la conquistaré con paciencia!, y puede decirse que entonces fué cuando comenzó su campaña Caraveco.

Si el ministro iba á la iglesia, allí estaba nuestro hombre colocado entre aquél y el altar, e inevitablemente visible. Si iba al teatro, al entrar y al salir, murmuraban á su oído: « Señor, Caraveco, cesante, con mujer y _ seis hijos ... » En el Congreso y en el Senado, siempre encontraba el eterno Caraveco, primeramente en la puerta y luego en la tribuna de orden, celebrando con palmas los elogios dirigidos al gobierno. El conde de San Luis había agotado todos los medios para librarse del importuno: ni el desdén, ni la burla, ni el enfado, ni la amenaza:, fueron eficaces. Era impotente contra aquel hombre fantasma, siempre humilde, respetuoso, suplicante. ¿Qué había de hacer con él? ¿ De qué delito podría acusarle? Pero es lo cierto que el conde no podía apartar ya de su imaginación al cesante, y que á veces le preocupaba más el fastidio del próximo encuentro ineludible, que un negocio de Estado.

Llegó á repetir á solas maquinalmente aquel nombre que le ponía nervioso, y aun al acostarse, miraba debajo de la cama, inseguro de que el cesante no se hubiera escondido alli para dirigirle su plegaria: Por último, desesperado, aburrido, el conde tomó una resolución heroica. Aquel día, al bajar de su coche en el ministerio, en vez de increpar duramente á Caraveco, le dijo: - ,. ¡Sígame usted! ... ¡Venga usted á mi despacho!.

El cesante obedeció temeroso, y poco después se hallaba en frente del ministro, que ocupaba su poltrona. - ¿De qué sueldo gozaba usted? - Señor, de seis mil reales. - Bueno, pues tome usted esta credencial de diez mil reales para las islas Canarias. Pero le advierto y le juro que si dentro de veinticuatro horas está usted aún en Madrid, le meto en la cárcel. Lo mismo le ocurrirá si se atreve á volver. Puede usted marcharse. Caraveco, aturdido, confuso, emocionado, no respondió palabra; recogió su. credencial y escapóse como una saeta. El ministro supo por la. policía que aquella misma tarde había salido Caraveco de Madrid. y entonces respiró.

Once años después de este verídico suceso, era Narváez jefe del gabinete y D. Luis González Bravo ministro de la Gobernación. Un día vióse éste compelido con urgencia á remover varios empleados para colocar otros, y á fin de no dar palos ¡le ciego, esto es, sobre los amigos de sus amigos, pidió el libro registro de recomendaciones. - Vamos - dijo al jefe del personal, - ¿cuáles son, entre los más antiguos, los menos acorazados? Del examen resultó que el más débil poseía las conchas de un caimán. Sólo uno aparecía huérfano de toda defensa. - y á este Sr. Caraveco, ¿nadie le ha recomendado? - preguntó el ministro. - No, señor... y si á V. E. le parece ... - Sí, hombre, sí, desde luego. Fuese el jefe del personal, y González Bravo quedó buscándole explicación al fenómeno de que aquel empleado hubiera permanecido once años en su puesto.

Con efecto, desde 1853 á 1864 habían sido ministros de la Gobernación los Sres. Santa Cruz (D. Antonio y D. Francisco), Huelbes, Escosura, Ríos Rosas, Nocedal, Armero, Bermúdez de Castro, Ventura Díaz, Fernández de la Hoz, Posada Herrera, Calderón Collantes, el marqués de la Vega de Armijo, Rodríguez Vaamonde, el marqués de Miraflores, Cánovas del Castillo y D. Alejandro Mon. ¿ Cómo es que ninguno se había visto en la triste precisión de sacrificar al inofensivo Sr. Caraveco? . El gran estadista y hombre de mundo, más curioso cada vez, inclinóse sobre el libro y entonces distinguió algunas palabras medio borrosas escritas con lápiz, de puño y letra del conde de San Luis, á continuación del nombre de Caraveco. Estas palabras decían: - ¡Ay de quien le toque! Apenas las hubo leído González Bravo, oprimió el timbre con fuerza y escribió también al margen: - ¡No seré yo!



PEDRO DE NOVO COLSON

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PINCELADAS CARPETOBETONICAS