Por si a alguno interesa dejo aquí estos documentos, espero que alguien los lea antes, de que los descomponga el tiempo.
viernes, 31 de julio de 2020
¡Cuanto hemos cambiado!
EL BANQUETE
Músíca. á la puerta de la casa del
tío Zurrias, El pueblo en masa acude á vitorearle, Sale mi hombre con un saco
lleno de duros y empieza a repartir á derecha e izquierda; Mil voces. - ¡Viva
el tío Zarrias!
- Gracias, ceudadanos, pa esto sirve
el dinero, pa dale gusto y dáselo a los demás. El cestero. - Pero ¿es veras de
que llevaba usté
medio billete? Medio billete llevaba,
porque naide quiso juar conmigo. Lo compré en Zaragoza, vine al pueblo, le
ofrecí parte á tóo el que quiso; macuerdo que en un corrinche que había en la
plaza se rieron del número, ¡porque era el treinta pelao! Pues, ahí lo tenéis,
en el treinta pelao ha caído el premio gordo; los que no quisieron juar se
tirarán de los pelos. pues amoláse. Ala, ¿quién quié dineros? - ¡Viva el tío Zarrias!
- ¡Vaya, no hay más, no vaya á ser
cosa de que lo dé todo y me quede yo sin nada. No diréis que no mi acordao de
vosotros. - ¿A todo el pueblo le ha dao usté? - Verís lo que hi hecho. Lo
primero l'hi dao cuarenta duros al cura pa que le haga una fiesta a la Virgen
en ación de gracias y veinte pa que dija misas por mi mujer, ya que me dió tan
mala vida que, si no se muere, la estozuelo; ahura que tenga sus misas. ¿Está
bien hecho u qué? - ¡Muy bien, muy bien! - Después l'hi dao á cada pobre que ha
llamao una peseta y un doblero, y a los viejecitos dos pesetas Y. un ocho. - ¡Viva
el tío Zarrias!
- Vaya, vaya, a callar, que a mí no
me gustan las huevaciones. Por óltimo, les hi perdonao los dineros á todos los
vecinos del pueblo que me debían. - Es osté más güeno que el pan. - Too el que
da es güeno. No icías eso hace ocho días. - ¿y al ayuntamiento no I'a dao osté
nada? - ¿Al ayuntamiento? ¡Oscurantismo porretero le daría yo! ¡Un ayuntamiento
que no tiene riñones pa quitar los consumos, que te hace pagar dos riales por un
conejo ¡Que les dé su padre! - ¡Tiene razón! - Conque señores, me voy, que el
tren pa Zaragoza está ya chuflando. - ¿Y a qué va usté allí? - Pues al
banquete. - Ah, es verdá, que tiene usté encargao un banquete. - De viente
cubiertos, en la fonda é Europa, aquí tengo el parte, miálo, dise : Banquete
veinte cubiertos estará preparado para ocho noche. Llego a las siete y a las
ocho estoy sentado á la mesa.
- ¿Y a quién va
usted a convidar? ¿Es cosa de política? - A los políticos... oscurantismo
porretero les daría yo, anda y que coman polvora, - ¿Pues pa quién es? - Eso a
vusotros no se os importa. Vaya, hasta la vuelta, el viernes estaré aquí si no
mi muerto. - ¡No lo premita Dios! - Todo el mundo da banquetes y no se pué
coger un papel sin leer banquetes. ¡Pues yo tamién, qué moño! ¡Adiós! ¡Adiós!
- Hasta la vuelta. - ¡Viva el tío Zarrias!
El afortunado mortal
llega a Zaragoza a las siete y minutos. Va a rezar su salve a la Virgen
del Pilar y se encamina poco a poco. a la fonda de Zopetti. La mesa está
preparada. En el centro un gran ramo de flores. Veinte cubiertos anchamente
colocados. Espléndido aspecto. El tío Zarrias llega, se frota las manos de
gusto y y le dice al amo: - A mí me gusta pagar mis cosas antes con antes. ¿Cuánto
vale esto? - Como usted no me pidió precio y usted tiene fama de hacer las cosas
en grande, le he preparado a usted una gran comida, con vinos superiores, todo
de lo mejor. - Bueno, bueno, ¿cuánto hay que dar? - A seis duros cubierto. -
Ahí va, el gobierno paga. (Da un billete de mil pesetas). ¿Ha avisado usted a
la orquesta? - Sí, 'señor, ya llegan los músicos; abajo en la plaza están. -
Bueno. Págales también, y que beban. - Está muy bien.
El tío Zarrias
se sienta a la cabecera de la mesa. Los criados encienden
todas las luces. - Ala, ya podís sirvir. El amo de la fonda. - ¿No
espera usted a sus convidados? No son más que las ocho. ¿Qué convidaos? - Pues... los diecinueve. ¿Para quién son los veinte
cubiertos? - ¿Pa quién, moño, han de ser?
¡Pa mí! - ¡Aaah! - Pa eso sirven los dineros, pa dase uno gusto. ¡Yo convidaos¡
¿Dar de comer á hambrones? Oscurantismo porretero
les daría yo ¡Ala, ala, venga comida, y
a los músicos que me toquen la marcha rial, que yo me la pago! ¡Y venga vino!
EUSEBIO BLASCO
jueves, 30 de julio de 2020
"Para los muchos hipocondríacos que a nuestro lado tenemos"
LA
FLOR DE LA SALUD
- No lo dude usted - declaró el
médico, afirmándose las gafas con el pulgar y el anular de la abierta mano
izquierda. - He realizado una curación sobrenatural, milagrosa, digna de la piscina
de Lourdes. He salvado a un hombre que se moría por instantes, sin recetas, ni
píldoras, ni directorio, ni método ... sin más que ofrecerle una dosis del
licor verde que llaman esperanza ... y proponerle un acertijo ... - ¿Higiénico?
- ¡Botánico! - ¿y quién era el enfermo? - El desahuciado, dirá usted; Norberto
Quiñones.
- ¡Norberto Quiñones! Ahora si que
admiro su habilidad, doctor, y le tengo más que por médico, por taumaturgo. Ese
muchacho, robusto y fuerte, al llegar a la juventud se encenagó que había
nacido en vicios y se precipitó á mil enormes disparates, apuestas locas y
brutales regodeos: tal se puso, que la última vez que le vi en sociedad no le
conocía: creí que me hablaba un espectro, un alma del otro mundo. - El mismo
efecto me produjo á mí- repuso el doctor. - Difícilmente se hallará demacración
semejante ni ruina fisiológica más total. Ya sabe usted que Norberto, rico y
refinado, vivía en un piso coquetón, muy acolchadito y lleno de baratijas; su
cama, que era de esas antiguas, salomónicas y con bronces, la revestían paños
bordados del Renacimiento, plata y raso carmesí. Pues le juro á usted que en la
tal cama, sobre el fondo rojo del brocado, Norberto era la propia imagen de la
muerte: un difunto amarillo, con tez de cera y ojos de cristal. Para contraste,
a su cabecera estaba la vida, representada por una mujer mórbida, ojinegra, de
cutis de raso moreno, de boca de granada partida, de lozanísima frescura y
alarmante languidez mimosa - la enfermera que manda el diablo a sus favoritos,
para que les disponga según conviene el cuerpo y el alma.
Norberto me alargó la mano, un manojo
de huesos cubiertos por una piel pegajosa que ardía y trasudaba, y, tirándome
con ansia infinita, me dijo cavernosamente: - No me deje usted morir así,
doctor. Tengo veintiséis años y me da frío la idea de invernar en el
cementerio. Es imposible que haya usted
agotado todos los recursos de la ciencia. ¡El ruego me conmovió, y eso que la
práctica nos
endurece tanto! Tuve una inspiración;
sentí un chispazo .parecido al que debe de percibir el creador, el artista ...
y con los ojos hice seña de que la individua estorbaba. . - Vete, niña, -
ordenó sin más explicaciones Norberto; y nos quedamos solos.
Le apreté la mano con energía, y
sacando el pomo del consabido licor verde, lo derramé en sus labios a oleadas. -
Ánimo - le dije. - Usted va á sanar
pronto. Volverá usted a tener vigor en los músculos, hierro en la sangre,
oxígeno en el pulmón·; las funciones de
su organismo serán otra -vez
normales, plácidas, y oportunas ; el ritmo de la salud hará precipitarse el torrente
vital, rápido y corazón, y subiéndolo luego al cerebro despejado, gozoso, de
las arterias al engendrará en él las claras ideas del presente y los dorados
sueños del porvenir .. Estoy seguro de lo que prometo, seguro, ¿lo oye? usted
sanará. No debo ocultarle á usted que la ciencia, lo que se dice la ciencia, ya
no me ofrece recurso alguno nuevo, ni útil. Humanamente hablando, no tiene
usted cura; pero donde acaba la naturaleza principia 10 sobrenatural y
portentoso, que no es sino lo desconocido ó inclasificado ... La casualidad me
permite ofrecer a usted el misterioso remedio que le devolverá instantáneamente
todo cuanto perdió.
Cualquiera pensaría que al hablarle
así a Norberto, iba a mirarme con honda desconfianza, sospechando una piadosa
engañifa. ¡Ah, y qué poco conocería el que tal imaginase la condición de
nuestro espíritu, en cuyos ocultos repliegues late permanentemente la credulidad,
dispuesta á adoptar forma superior y llamarse fe. Los ojos de Norberto se
animaban: un tinte rosado se difundía por sus pómulos. Ansioso, incorporado casi,
se cogía a mi levita, interrogándome con su actitud. - Hay - le dije - una flor
que devuelve instantáneamente la salud al que tiene la fortuna de descubrirla y
cortarla por su propia mano. Esta condición ineludible y el no saberse dónde ni
cuándo se produce la tal flor, son causa de que por ahora se hayan aprovechado
de ella poquísimos enfermos. Digo que no se sabe dónde ni cuándo se produce,
porque si bien suele encontrarse en las más altas montañas, también afirman que
brota en la orilla del mar, a poca profundidad, entre las peñas; pero á veces,
en leguas y leguas de costa o de monte, no aparece ni rastro de la flor. En cambio tiene la ventaja de que no
puede confundirse con ninguna otra: ¡imagínese usted la alegría del que la ve!
Es del tamaño de una avellana: su forma imita bastante bien la de un corazón;
el color, encarnado vivísimo; el olor, a almendra. No la equivoca usted, no.
Pero si va usted acompañado; si es otro el que la coge... entonces, amiguito,
haga usted cuenta que perdió malamente el tiempo.
No afirmo que Norberto creyese a pies
juntillas lo que yo iba diciéndole con imperturbable seriedad y calor
persuasivo. Si he de ser franco, supongo que dudó, y hasta me tuvo a
ratos por un patrañero, un visionario o un socarrón importuno. Sin embargo, yo sabía
que mis palabras no habían de caer en saco roto, porque á la larga siempre
admitimos lo que nos consuela, y más en la suprema hora en que nos invade la
desesperación y quisiéramos agarrarnos aunque fuese á un hilito de araña. La
expresión del
rostro de Norberto cambió dos ó tres
veces; le vi pasar del escepticismo a la confianza loca, y por último,
tomándome la mano, entre las suyas febriles, exclamó trémulo de afán: - ¿Puede
usted jurarme que no se está burlando de un moribundo? No sé si usted conoce mi
modo de pensar en esto del juramento. Le atribuyo escasísimo valor; es una fórmula
caballeresca, romántica e idealista, que entraña la afirmación de la inmutabilidad
de nuestros sentimientos y convicciones - de que se derivan nuestros actos, -
siendo así que la idea y la acción nacen de circunstancias actuales, vivas y
urgentes.
No dando valor al juramento, mi moral
tampoco se lo da al perjurio. Juré en falso, pues, con absoluta frescura, calma
y convencimiento de hacer bien; y juré en falso invocando el nombre de Dios, en
la seguridad de que Dios, que es benigno, también quería que el milagro se
hiciese... y empezó á hacerse desde aquel mismo punto. Norberto, electrizado
con la certeza de poder vivir, se irguió, se echó de la cama, sin ayuda de
nadie fue hasta la puerta, llamó a su ayuda de cámara, y le ordenó preparar,
inmediatamente, maletas y mantas de camino... - ¿Solito, eh? - le repetí. - ¡No
olvidarse! ¡Solito!. Ya lo creo que se fue solito Norberto
Desde su partida, todas las mañanas
me desperté con miedo de recibir la esquela orlada de luto. Pasó, sin embargo,
año y medio; encontré a los amigos del enfermo; averigüe que nada se sabía de
su paradero, pero que vivía, Y al cabo de dieciocho meses, una
tarde que me disponía a salir y ya
tenía el coche enganchado para la visita diaria, entró como un huracán un
fornido mozo, de traje gris, de hongo avellana, de obscura barba, de rostro
atezado, que, me estrujó con ímpetu entre los brazos musculosos y recios.
- ¡Soy yo! – repetía con voz sonora y
alegre. - ¡Norberto! ¿No me conoce usted?, No me extraña; debo de estar algo
variado... ¿Qué le parezco? ¡Cuanto se ha reído usted de mí! Y lo peor es que
ha hecho muy bien, muy bien. Si no es por usted, no encuentro la flor de la
salud. ¿La ve usted? Aquí la traigo. Abrió .un estuche de cuero de Rusia y vi
brillar sobre raso blanco un alfiler de corbata de un solo rubí, cercado de
brillantes, en forma de corazón, que me entregó entre empujones amistosos y
carcajadas.
- La he buscado primero a orillas del mar.
Todos los días registraba las peñas. Al principio me cansaba tanto, que me
daban síncopes largos en que pensé quedarme. Pero me sostenía la ilusión de
descubrir la flor. El aire del mar y el perseverante ejercicio me prestaron
alguna fuerza. Ya no me arrastraba: andaba despacio. Registré bien la costa,
peñón por peñón: la flor no la vi. Entonces me interné en un valle muy rústico
y retirado. Me pasaba todo el día agachadito, busca que te buscarás, Vivía
entre aldeanos. Comía pan moreno, bebía leche. A cada paso me encontraba mejor
... ¡Usted adivina lo demás!. De allí, subí a las montañas, nevadas y fieras que
en otro tiempo me parecían horribles ... Trepaba a los picachos, recorrí los desfiladeros,
evité los aludes, cacé, tuve frío, dormí a dos mil metros sobre el nivel del
mar... y un día; embriagado por el ambiente purísimo, sintiendo
carnes de acero bajo mi piel de
bronce, recuerdo que caí de rodillas en una meseta, y creí ver entre el musgo
nuevo, húmedo y escarchado por el deshielo, la roja flor!
- ¡Pues ahora - advertí al mozo - que
se ha cogido la flor, a cuidarla! ¡Que no se seque!. Norberto volvió la
cara... Al anochecer del día siguiente
le vi por casualidad, de lejos; acompañaba a una mujer, y me pareció que se
escurría entre callejuelas, para no tropezarme. Entonces (me había dejado sus
señas), le escribí este lacónico billetito: “El santo Doctor no repite los
milagros».
miércoles, 29 de julio de 2020
"A quienes corresponda"
LA PREGUNTA ETERNA
Compró un juguete precioso
Un señor muy avariento
Para obsequiar en su santo
A su traviesillo nieto.
Éste, el juguete tomando,
Obsérvale muy atento,
Y á su abuelo le pregunta:
—Di, ¿cómo se rompe esto?
OSSORIO Y BERNARD
martes, 28 de julio de 2020
"Para aquellos que de lo importante se desentienden"
ABANDONO
Dando luz, vida y calor
las ramas chisporrotean,
y los perros juguetean
mientras que duerme el pastor.
no es el caso muy extraño,
más si indisculpable yerro:
Duerme el hombre y juega el perro;
¿Quién cuida, pues, del rebaño?
OSSORIO Y BERNARD
lunes, 27 de julio de 2020
"Para los nostálgicos de esas moralejas que siempre están de actualidad y que jamás se hacen viejas"
EL VIAJERO
Fría, glacial era la noche. El viento
silbaba medroso y airado, la lluvia caía tenaz, ya en ráfagas, ya en fuertes
chaparrones; y las dos ó tres veces que Marta se había atrevido á acercarse á
su ventana por ver si aplacaba la tempestad, la deslumbró la cárdena luz de un
relámpago y la horrorizó el rimbombar del trueno, tan encima de su cabeza, que
parecía echar abajo la casa.
Al punto en que con más furia se
desencadenaban los elementos, oyó Marta distintamente que llamaban á su puerta,
y percibió un acento plañidero y apremiante que la instaba á abrir. Sin duda
que la prudencia aconsejaba á Marta desoírlo, pues en noche tan
espantosa, cuando ningún vecino
honrado se atreve á echarse á la calle, sólo
los malhechores y los perdidos libertinos son capaces de arrostrar viento y
lluvia en busca de. aventuras y presa. Marta debió haber reflexionado que el
que posee un hogar, fuego en él, y á su lado una madre, una hermana, una esposa
que le consuele, no sale en el mes de Enero y con una tormenta desatada, ni
llama a puertas ajenas, ni turba la tranquilidad de las doncellas honestas y
recogidas. Más la reflexión, persona dignísima y muy señora mía tiene el
maldito vicio de llegar retrasada, por lo cual sólo sirve para amargar gustos y
adobar remordimientos. La reflexión de Marta se había quedado zaguera según
costumbre, y el impulso de la piedad, el primero que salta en el corazón de la mujer, hizo que la doncella,
a través del postigo, preguntase compadecida: ¿Quién llama?, Voz de tenor dulce
y vibrante respondió en tono persuasivo: Un viajero. Y la bienaventurada de
Marta, sin meterse en más averiguaciones, quitó la tranca, descorrió el cerrojo
y dió vuelta á la llave, movida por el encanto de aquella voz tan vibrante y
tan dulce.
Entró el viajero saludando
cortésmente; y quitándose con gentil desembarazo el chambergo, cuyas plumas
goteaban, y desembozándose la capa, empapada por la lluvia, agradeció la
hospitalidad y tomó asiento cerca de la lumbre, bien encendida por Marta. Ésta apenas
se atrevía á mirarle, porque en aquel punto la consabida 'tardía reflexión
empezaba á hacer de las suyas, y Marta comprendía que dar asilo al primero. que
llama es ligereza notoria. Con todo, aun sin decidirse á levantar los ojos, vió
de soslayo que su huésped era mozo y de buen talle, descolorido, rubio, cara linda
y triste, aire de señor acostumbrado al mando y a ocupar alto puesto.
Sintiose Marta encogida y llena de confusión, aunque el viajero se
mostraba reconocido y la decía cosas halagüeñas, que por el hechizo de la voz
lo parecían más; y á fin de disimular su turbación, se dió prisa á servir la
cena y ofrecer al viajero el mejor cuarto de la casa, donde se recogiose
á dormir. Asustada de su propia indiscreta conducta, Marta no pudo conciliar el
sueño en toda la noche, esperando con impaciencia que rayase el alba para que
se ausentase el huésped. Y sucedió que este, cuando bajó, ya descansado y
sonriente, á tomar el desayuno, nada habló de marcharse, ni tampoco á la hora
de comer, ni menos por la tarde; y Marta, entretenida y embelesada con su labia
y sus paliques, no tuvo, valor para decirle que ella no era mesonera de oficio.
Corrieron semanas, pasaron meses, y
en casa de Marta no había más dueño ni más amo que aquel viajero á. quien en
una noche tempestuosa tuvo la imprevisión de acoger.
Él mandaba, y Marta obedecía sumisa, muda, veloz corno el pensamiento. No
creáis por eso que Marta era propiamente feliz. Al contrario, vivía en continua
zozobra y pena. He calificado de amo al' viajero, y tirano debí llamarle, pues
sus caprichos despóticos y su inconstante humor traían á Marta medio loca. Al
principio el viajero parecía obediente, afectuoso, zalamero, humilde; pero fue creciéndose
y tomando fueros, hasta no haber quien parase con él. Lo peor
de todo era que nunca podía Marta adivinarle el deseo ni precaverle la desazón:
sin motivo ni causa, cuando menos debía temerse! Ó
esperarse, estaba frenético ó
contentísimo, pasando, en menos que se dice, del enojo al halago y de la risa á
la rabia. Padecía arrebatos de furor y berrinches injustos é insensatos, que á
los dos minutos se convertían en transportes de cariño y en placideces
angelicales; ya se emperraba .como un chico, ya se desesperaba como un hombre;
ya hartaba á Marta de improperios, ya le prodigaba los nombres más dulces y las
ternezas más rendidas.
Sus extravagancias eran a veces tan insufribles, que Marta, con los
nervios de punta, el alma de través y el corazón a dos dedos de su boca,
maldecía el fatal momento en que dió acogida á su terrible huésped. Lo malo es
que cuando justamente Marta: apurada la
paciencia iba a saltar y a sacudir el yugo, no parece sino que él lo
adivinaba, y pedía perdón con una sinceridad y una gracia de chiquillo, por lo
cual Marta no sólo olvidaba instantáneamente sus agravios, sino que, por el
exquisito goce de perdonar, sufriría tres veces las pasadas desazones.
¡Qué en olvido las tenía puestas cuando el
huésped, á medias palabras y con precauciones y rodeos, anunció que ya había
llegado la ocasión de su partida! Marta se quedó de mármol, y las lágrimas
lentas que le arrancó la desesperación cayeron sobre las manos
del viajero, que sonreía tristemente
y murmuraba en en vos baja frasecitas consoladoras, promesas de escribir, de
volver de recordar. Y como Marta, en su amargura balbucía reproches, el
huésped, con aquella voz de tenor dulce y vibrante, alegó por vía de disculpa:
« Bien te dije, niña, que soy un viajero. Me detengo, pero no me
estaciono; me poso, no me fijo. » Y habéis de saber que sólo al oir esta
declaración .franca, sólo al sentir que se desgarraban las fibras más íntimas
de su ser, conoció la inocentona de Marta que aquel fatal viajero era el Amor,
y que había abierto la puerta, sin pensarlo, al dictador cruelísimo del orbe. Sin
hacer caso del llanto de Marta (¡para atender á lagrimitas está él!), sin
cuidarse del rastro de pena inextinguible que dejaba en pos de sí, el Amor se
fue, embozado en su capa, ladeado el chambergo
cuyas plumas, secas ya, se rizaban y flotaban al viento bizarramente
en busca de nuevos horizontes, á
llamar á otras puertas mejor trancadas y defendidas.
Y Marta quedó tranquila, dueña de su
de temores, de alarmas, y entregada á la compañía de hogar, libre de sustos, la"
grave y excelente reflexión, que' tan bien aconseja, aunque un poquillo tarde.
No sabemos lo que habrán platicado; sólo tenemos noticias ciertas de que las noches
de tempestad furiosa, cuando el viento silba y la lluvia se estrella contra los
vidrios, Marta, apoyando la mano sobre su corazón, que le duele á fuerza de latir
apresurado, no cesa de prestar oído, por si llama, a la puerta el huésped.
EMILIA PARDO BAZAN
domingo, 26 de julio de 2020
"Para esos divulgadores que consiguen fama con los dolores"
UN DOCTOR
El doctor Don Juan Cifuentes,
famoso en sus desaciertos,
y que cuenta ya por muertos
el número de pacientes,
dejó con imprevisión
caer un tiesto que regaba
sobre un pobre que pasaba
por debajo del balcón.
Matóle, y dijo un poeta
la desgracia comentando:
—El doctor va progresando.
pues ya mata sin receta.
OSSORIO Y BERNARD
sábado, 25 de julio de 2020
"Para los muchos asesores a los que un dedo les da honores"
DE LUCES ESCASO
En la plaza de las Cortes,
donde en pedestal gallardo
se ve al inmortal Cervantes
por Sola representado,
—Mira—le dice á su niño
un padre de ingenio escaso,
¿Sabes por qué el monumento
a ese hombre le levantaron?
¡pues por escribir un libro...
a pesar de que era manco!
OSSORIO Y BERNARD
viernes, 24 de julio de 2020
EL CISNE Y LA SANGUIJUELA
El orgulloso cisne paseaba su elegante y blanco
plumaje por el estanque, y quiso escuchar sus alabanzas de humilde sanguijuela
que encontró en su camino:
—¿Has visto—le preguntó—animal alguno que en belleza
se me acerque, que me venza en gallardía ó me supere en blancura?
—No—le contestó la sanguijuela;—pero el
desvanecimiento que tus palabras traducen no te permite recordar que, áun
siendo tan bello, perteneces á la familia de los gansos.
Se conoce que la sanguijuela habla vuelto al agua
después de pasar alguna temporada entre los hombres.
OSSORIO Y BERNARD
jueves, 23 de julio de 2020
EL TERROR DE LOS MINISTROS
(Episodio histórico)
En el año 1853, el Sr. Caraveco era
un digno empleado con seis mil reales en la provincia X. Nunca había discutido
sobre política, y elogiaba á todos los gobiernos; su preocupación única
consistía en mantener a su mujer y a sus seis hijos, de nómina a nómina, sin
solución de continuidad. Trabajador concienzudo, no tenía ambiciones y se
juzgaba feliz. Pero un día le llamó su jefe y díjole entristecido: - ¿Sabe
usted. Sr. Caraveco, que ha cambiado la situación política? - Sí, señor. - ¿ y
que ahora tenemos de presidente del gobierno y ministro del ramo al señor conde
de San Luis? : - ¡Ah! i excelente persona! - Pues esa excelente persona le deja
á usted cesante, mi buen amigo. Vea usted la comunicación ... y créame que lo
siento en el alma.
El Sr. Caraveco abrió los ojos y la
boca, palideció y dejó caer su sombrero. - ¡Cesante! - murmuró cuando pudo. – “Pero
el señor ministro ignorará que tengo mujer" y seis hijos? - Eso, asegúrelo
usted. - Pues lo sabrá, sí, lo sabrá ... ¡iré á Madrid! y el Sr. Caraveco, consternado,
pero resuelto, salió de la oficina, entró en su casa, recogió las migajas. de
su hucha, besó á su media docena de vástagos y ocupó un asiento de la
diligencia que salía para la corte. El Sr. Caraveco había estado en Madrid
durante cuatro ó cinco años de su juventud, pero no conocía a ninguna persona
de valimiento político. Esto le inquietaba poco, pues confiaba en su buena causa,
y en que un ministro honrado no había de condenarle á la miseria. - Lo malo es
que esos señores necesitan memoria, mucha memoria, y no todos gozan de la que
han menester - solía repetirse.
Nuestro hombre pidió una audiencia al
conde de San Luis, y la obtuvo. - ¿Quién es usted y qué desea? - le preguntó el
conde. - Señor, soy Caraveco; empleado cesante, con mujer, seis hijos y buenos
informes. Deseo mi reposición, si vuestra excelencia se digna...
- Procuraré complacerle, ya veremos
si es posible- contestó el ministro, según fórmula consagrada. - Deje usted la
nota, y si no le ocurre otra cosa ... Pero transcurrieron cuarenta y ocho horas
y ...¡nada para el Sr. Caraveco! Este le halló explicación muy fácil.
- La pícara memoria ... eso es. Por
consiguiente, nuestro hombre se trasladó al patio del ministerio de la
Gobernación, y allí estuvo
de centinela hasta que llegó el coche
del presidente. Apenas se detuvo aquél, corrió Caraveco, y anticipándose, abrió
con una mano la portezuela, y con la otra se quitó el sombrero. El conde, al
bajar, le preguntó: - ¿Quién es usted? ¿Qué quiere? - Señor, soy Caraveco,
empleado cesante, con mujer y seis hijos ... - ¡Ah! sí, ya recuerdo ; pero he
dicho á usted que haré lo posible... - Mil gracias, excelencia. Pero no
culpemos á Caraveco de la rebelde memoria del ministro, y como ésta era el
único escollo, pues su voluntad estaba bien vista y expresada, aquél fue á encontrarlo
algunas noches después en la escalera de su propia casa, y con la misma actitud
humilde le dijo saludándole: - Señor, soy Caraveco ; empleado cesante, con mujer
y seis bijos ... - ¿ Otra vez?
- exclamó el conde reconociéndole:
- No necesita usted molestarse más, señor .... ... Caraveco ... Caraveco ...
Cara ... - ¡Bien, bien, le tendré presente! - replicó el ministro apretando el
paso.
En aquellos días el conde cayó
enfermo de un enfriamiento, que á nadie preocupó por lo leve; pero cada mañana
le llevaban al lecho con los periódicos una tarjeta concebida así:
Estas tarjetas ayudaron a sudar al
conde y á restablecerse. Mas cuando salió de nuevo, halló en la puerta al cesante
que le felicitaba, y no pudo contener su enojo. - Señor mío : agradezco tanta,s
atenciones; pero me será posible colocarlo y mientras el ministro partía en su
coche, el pobre Caraveco murmuraba: - ¿Qué oigo? El señor conde tiene ya buena memoria;
mas ahora le falta voluntad ... ¡Yo la conquistaré con paciencia!, y puede
decirse que entonces fué cuando comenzó su campaña Caraveco.
Si el ministro iba á la iglesia, allí
estaba nuestro hombre colocado entre aquél y el altar, e inevitablemente visible.
Si iba al teatro, al entrar y al salir, murmuraban á su oído: « Señor,
Caraveco, cesante, con mujer y _ seis hijos ... » En el Congreso y en el
Senado, siempre encontraba el eterno Caraveco, primeramente en la puerta y
luego en la tribuna de orden, celebrando con palmas los elogios dirigidos al
gobierno. El conde de San Luis había agotado todos los medios para librarse del
importuno: ni el desdén, ni la burla, ni el enfado, ni la amenaza:, fueron
eficaces. Era impotente contra aquel hombre fantasma, siempre humilde,
respetuoso, suplicante. ¿Qué había de hacer con él? ¿ De qué delito podría
acusarle? Pero es lo cierto que el conde no podía apartar ya de su
imaginación al cesante, y que á veces le preocupaba más el fastidio del próximo
encuentro ineludible, que un negocio de Estado.
Llegó á repetir á solas maquinalmente
aquel nombre que le ponía nervioso, y aun al acostarse, miraba debajo de la
cama, inseguro de que el cesante no se hubiera escondido alli para dirigirle su
plegaria: Por último, desesperado, aburrido, el conde tomó una resolución
heroica. Aquel día, al bajar de su coche en el ministerio, en vez de increpar
duramente á Caraveco, le dijo: - ,. ¡Sígame usted! ... ¡Venga usted á mi
despacho!.
El cesante obedeció temeroso, y poco
después se hallaba en frente del ministro, que ocupaba su poltrona. - ¿De qué
sueldo gozaba usted? - Señor, de seis mil reales. - Bueno, pues tome usted esta
credencial de diez mil reales para las islas Canarias. Pero le advierto y le
juro que si dentro de veinticuatro horas está usted aún en Madrid, le meto en
la cárcel. Lo mismo le ocurrirá si se atreve á volver. Puede usted marcharse. Caraveco,
aturdido, confuso, emocionado, no respondió palabra; recogió su. credencial y
escapóse como una saeta. El ministro supo por la. policía que aquella misma tarde
había salido Caraveco de Madrid. y entonces respiró.
Once años después de este verídico
suceso, era Narváez jefe del gabinete y D. Luis González Bravo ministro de la
Gobernación. Un día vióse éste compelido con urgencia á remover varios
empleados para colocar otros, y á fin de no dar palos ¡le ciego, esto es, sobre
los amigos de sus amigos, pidió el libro registro de recomendaciones. - Vamos -
dijo al jefe del personal, - ¿cuáles son, entre los más antiguos, los menos
acorazados? Del examen resultó que el más débil poseía las conchas de un
caimán. Sólo uno aparecía huérfano de toda defensa. - y á este Sr. Caraveco,
¿nadie le ha recomendado? - preguntó el ministro. - No, señor... y si á V. E.
le parece ... - Sí, hombre, sí, desde luego. Fuese el jefe del personal, y
González Bravo quedó buscándole explicación al fenómeno de que aquel empleado
hubiera permanecido once años en su puesto.
Con efecto, desde 1853 á 1864 habían
sido ministros de la Gobernación los Sres. Santa Cruz (D. Antonio y D.
Francisco), Huelbes, Escosura, Ríos Rosas, Nocedal, Armero, Bermúdez de Castro,
Ventura Díaz, Fernández de la Hoz, Posada Herrera, Calderón Collantes, el
marqués de la Vega de Armijo, Rodríguez Vaamonde, el marqués de Miraflores,
Cánovas del Castillo y D. Alejandro Mon. ¿ Cómo es que ninguno se había visto
en la triste precisión de sacrificar al inofensivo Sr. Caraveco? . El gran
estadista y hombre de mundo, más curioso cada vez, inclinóse sobre el libro y
entonces distinguió algunas palabras medio borrosas escritas con lápiz, de puño
y letra del conde de San Luis, á continuación del nombre de Caraveco. Estas
palabras decían: - ¡Ay de quien le toque! Apenas las hubo leído González Bravo,
oprimió el timbre con fuerza y escribió también al margen: - ¡No seré yo!
PEDRO DE NOVO COLSON
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