viernes, 31 de julio de 2020

Horno tradicional canario (La Palma) ESPAÑA


¡Cuanto hemos cambiado!

EL BANQUETE


Músíca. á la puerta de la casa del tío Zurrias, El pueblo en masa acude á vitorearle, Sale mi hombre con un saco lleno de duros y empieza a repartir á derecha e izquierda; Mil voces. - ¡Viva el tío Zarrias!

- Gracias, ceudadanos, pa esto sirve el dinero, pa dale gusto y dáselo a los demás. El cestero. - Pero ¿es veras de que llevaba usté
medio billete? Medio billete llevaba, porque naide quiso juar conmigo. Lo compré en Zaragoza, vine al pueblo, le ofrecí parte á tóo el que quiso; macuerdo que en un corrinche que había en la plaza se rieron del número, ¡porque era el treinta pelao! Pues, ahí lo tenéis, en el treinta pelao ha caído el premio gordo; los que no quisieron juar se tirarán de los pelos. pues amoláse. Ala, ¿quién quié dineros? - ¡Viva el tío Zarrias!

- ¡Vaya, no hay más, no vaya á ser cosa de que lo dé todo y me quede yo sin nada. No diréis que no mi acordao de vosotros. - ¿A todo el pueblo le ha dao usté? - Verís lo que hi hecho. Lo primero l'hi dao cuarenta duros al cura pa que le haga una fiesta a la Virgen en ación de gracias y veinte pa que dija misas por mi mujer, ya que me dió tan mala vida que, si no se muere, la estozuelo; ahura que tenga sus misas. ¿Está bien hecho u qué? - ¡Muy bien, muy bien! - Después l'hi dao á cada pobre que ha llamao una peseta y un doblero, y a los viejecitos dos pesetas Y. un ocho. - ¡Viva el tío Zarrias!

- Vaya, vaya, a callar, que a mí no me gustan las huevaciones. Por óltimo, les hi perdonao los dineros á todos los vecinos del pueblo que me debían. - Es osté más güeno que el pan. - Too el que da es güeno. No icías eso hace ocho días. - ¿y al ayuntamiento no I'a dao osté nada? - ¿Al ayuntamiento? ¡Oscurantismo porretero le daría yo! ¡Un ayuntamiento que no tiene riñones pa quitar los consumos, que te hace pagar dos riales por un conejo ¡Que les dé su padre! - ¡Tiene razón! - Conque señores, me voy, que el tren pa Zaragoza está ya chuflando. - ¿Y a qué va usté allí? - Pues al banquete. - Ah, es verdá, que tiene usté encargao un banquete. - De viente cubiertos, en la fonda é Europa, aquí tengo el parte, miálo, dise : Banquete veinte cubiertos estará preparado para ocho noche. Llego a las siete y a las ocho estoy sentado á la mesa.

- ¿Y a quién va usted a convidar? ¿Es cosa de política? - A los políticos... oscurantismo porretero les daría yo, anda y que coman polvora, - ¿Pues pa quién es? - Eso a vusotros no se os importa. Vaya, hasta la vuelta, el viernes estaré aquí si no mi muerto. - ¡No lo premita Dios! - Todo el mundo da banquetes y no se pué coger un papel sin leer banquetes. ¡Pues yo tamién, qué moño! ¡Adiós!     ¡Adiós! - Hasta la vuelta. - ¡Viva el tío Zarrias!

El afortunado mortal llega a Zaragoza a las siete y minutos. Va a rezar su salve a la Virgen del Pilar y se encamina poco a poco. a la fonda de Zopetti. La mesa está preparada. En el centro un gran ramo de flores. Veinte cubiertos anchamente colocados. Espléndido aspecto. El tío Zarrias llega, se frota las manos de gusto y y le dice al amo: - A mí me gusta pagar mis cosas antes con antes. ¿Cuánto vale esto? - Como usted no me pidió precio y usted tiene fama de hacer las cosas en grande, le he preparado a usted una gran comida, con vinos superiores, todo de lo mejor. - Bueno, bueno, ¿cuánto hay que dar? - A seis duros cubierto. - Ahí va, el gobierno paga. (Da un billete de mil pesetas). ¿Ha avisado usted a la orquesta? - Sí, 'señor, ya llegan los músicos; abajo en la plaza están. - Bueno. Págales también, y que beban. - Está muy bien.

El tío Zarrias se sienta a la cabecera de la mesa. Los criados encienden todas las luces. - Ala, ya podís sirvir. El amo de la fonda. -    ¿No espera usted a sus convidados? No son más que las ocho. ¿Qué convidaos?  - Pues... los diecinueve. ¿Para quién son los veinte
cubiertos? - ¿Pa quién, moño, han de ser? ¡Pa mí! - ¡Aaah! - Pa eso sirven los dineros, pa dase uno gusto. ¡Yo convidaos¡ ¿Dar de comer á hambrones? Oscurantismo porretero les daría yo  ¡Ala, ala, venga comida, y a los músicos que me toquen la marcha rial, que yo me la pago! ¡Y venga vino!



EUSEBIO BLASCO

Virtudes y defectos


Abrazar el importante


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jueves, 30 de julio de 2020

El Modernismo en Manzanares (Ciudad Real) ESPAÑA


"Para los muchos hipocondríacos que a nuestro lado tenemos"

LA FLOR DE LA SALUD

- No lo dude usted - declaró el médico, afirmándose las gafas con el pulgar y el anular de la abierta mano izquierda. - He realizado una curación sobrenatural, milagrosa, digna de la piscina de Lourdes. He salvado a un hombre que se moría por instantes, sin recetas, ni píldoras, ni directorio, ni método ... sin más que ofrecerle una dosis del licor verde que llaman esperanza ... y proponerle un acertijo ... - ¿Higiénico? - ¡Botánico! - ¿y quién era el enfermo? - El desahuciado, dirá usted; Norberto Quiñones.

- ¡Norberto Quiñones! Ahora si que admiro su habilidad, doctor, y le tengo más que por médico, por taumaturgo. Ese muchacho, robusto y fuerte, al llegar a la juventud se encenagó que había nacido en vicios y se precipitó á mil enormes disparates, apuestas locas y brutales regodeos: tal se puso, que la última vez que le vi en sociedad no le conocía: creí que me hablaba un espectro, un alma del otro mundo. - El mismo efecto me produjo á mí- repuso el doctor. - Difícilmente se hallará demacración semejante ni ruina fisiológica más total. Ya sabe usted que Norberto, rico y refinado, vivía en un piso coquetón, muy acolchadito y lleno de baratijas; su cama, que era de esas antiguas, salomónicas y con bronces, la revestían paños bordados del Renacimiento, plata y raso carmesí. Pues le juro á usted que en la tal cama, sobre el fondo rojo del brocado, Norberto era la propia imagen de la muerte: un difunto amarillo, con tez de cera y ojos de cristal. Para contraste, a su cabecera estaba la vida, representada por una mujer mórbida, ojinegra, de cutis de raso moreno, de boca de granada partida, de lozanísima frescura y alarmante languidez mimosa - la enfermera que manda el diablo a sus favoritos, para que les disponga según conviene el cuerpo y el alma.

Norberto me alargó la mano, un manojo de huesos cubiertos por una piel pegajosa que ardía y trasudaba, y, tirándome con ansia infinita, me dijo cavernosamente: - No me deje usted morir así, doctor. Tengo veintiséis años y me da frío la idea de invernar en el
cementerio. Es imposible que haya usted agotado todos los recursos de la ciencia. ¡El ruego me conmovió, y eso que la práctica nos
endurece tanto! Tuve una inspiración; sentí un chispazo .parecido al que debe de percibir el creador, el artista ... y con los ojos hice seña de que la individua estorbaba. . - Vete, niña, - ordenó sin más explicaciones Norberto; y nos quedamos solos.

Le apreté la mano con energía, y sacando el pomo del consabido licor verde, lo derramé en sus labios a oleadas. - Ánimo - le dije.      - Usted va á sanar pronto. Volverá usted a tener vigor en los músculos, hierro en la sangre, oxígeno en el pulmón·; las funciones de
su organismo serán otra -vez normales, plácidas, y oportunas ; el ritmo de la salud hará precipitarse el torrente vital, rápido y corazón, y subiéndolo luego al cerebro despejado, gozoso, de las arterias al engendrará en él las claras ideas del presente y los dorados sueños del porvenir .. Estoy seguro de lo que prometo, seguro, ¿lo oye? usted sanará. No debo ocultarle á usted que la ciencia, lo que se dice la ciencia, ya no me ofrece recurso alguno nuevo, ni útil. Humanamente hablando, no tiene usted cura; pero donde acaba la naturaleza principia 10 sobrenatural y portentoso, que no es sino lo desconocido ó inclasificado ... La casualidad me permite ofrecer a usted el misterioso remedio que le devolverá instantáneamente todo cuanto perdió.

Cualquiera pensaría que al hablarle así a Norberto, iba a mirarme con honda desconfianza, sospechando una piadosa engañifa. ¡Ah, y qué poco conocería el que tal imaginase la condición de nuestro espíritu, en cuyos ocultos repliegues late permanentemente la credulidad, dispuesta á adoptar forma superior y llamarse fe. Los ojos de Norberto se animaban: un tinte rosado se difundía por sus pómulos. Ansioso, incorporado casi, se cogía a mi levita, interrogándome con su actitud. - Hay - le dije - una flor que devuelve instantáneamente la salud al que tiene la fortuna de descubrirla y cortarla por su propia mano. Esta condición ineludible y el no saberse dónde ni cuándo se produce la tal flor, son causa de que por ahora se hayan aprovechado de ella poquísimos enfermos. Digo que no se sabe dónde ni cuándo se produce, porque si bien suele encontrarse en las más altas montañas, también afirman que brota en la orilla del mar, a poca profundidad, entre las peñas; pero á veces, en leguas y leguas de costa o de monte, no aparece ni rastro de  la flor. En cambio tiene la ventaja de que no puede confundirse con ninguna otra: ¡imagínese usted la alegría del que la ve! Es del tamaño de una avellana: su forma imita bastante bien la de un corazón; el color, encarnado vivísimo; el olor, a almendra. No la equivoca usted, no. Pero si va usted acompañado; si es otro el que la coge... entonces, amiguito, haga usted cuenta que perdió malamente el tiempo.

No afirmo que Norberto creyese a pies juntillas lo que yo iba diciéndole con imperturbable seriedad y calor persuasivo. Si he de ser franco, supongo que dudó, y hasta me tuvo a ratos por un patrañero, un visionario o un socarrón importuno. Sin embargo, yo sabía que mis palabras no habían de caer en saco roto, porque á la larga siempre admitimos lo que nos consuela, y más en la suprema hora en que nos invade la desesperación y quisiéramos agarrarnos aunque fuese á un hilito de araña. La expresión del
rostro de Norberto cambió dos ó tres veces; le vi pasar del escepticismo a la confianza loca, y por último, tomándome la mano, entre las suyas febriles, exclamó trémulo de afán: - ¿Puede usted jurarme que no se está burlando de un moribundo? No sé si usted conoce mi modo de pensar en esto del juramento. Le atribuyo escasísimo valor; es una fórmula caballeresca, romántica e idealista, que entraña la afirmación de la inmutabilidad de nuestros sentimientos y convicciones - de que se derivan nuestros actos, - siendo así que la idea y la acción nacen de circunstancias actuales, vivas y urgentes.

No dando valor al juramento, mi moral tampoco se lo da al perjurio. Juré en falso, pues, con absoluta frescura, calma y convencimiento de hacer bien; y juré en falso invocando el nombre de Dios, en la seguridad de que Dios, que es benigno, también quería que el milagro se hiciese... y empezó á hacerse desde aquel mismo punto. Norberto, electrizado con la certeza de poder vivir, se irguió, se echó de la cama, sin ayuda de nadie fue hasta la puerta, llamó a su ayuda de cámara, y le ordenó preparar, inmediatamente, maletas y mantas de camino... - ¿Solito, eh? - le repetí. - ¡No olvidarse! ¡Solito!. Ya lo creo que se fue solito Norberto

Desde su partida, todas las mañanas me desperté con miedo de recibir la esquela orlada de luto. Pasó, sin embargo, año y medio; encontré a los amigos del enfermo; averigüe que nada se sabía de su paradero, pero que vivía, Y al cabo de dieciocho meses, una
tarde que me disponía a salir y ya tenía el coche enganchado para la visita diaria, entró como un huracán un fornido mozo, de traje gris, de hongo avellana, de obscura barba, de rostro atezado, que, me estrujó con ímpetu entre los brazos musculosos y recios.
- ¡Soy yo! – repetía con voz sonora y alegre. - ¡Norberto! ¿No me conoce usted?, No me extraña; debo de estar algo variado... ¿Qué le parezco? ¡Cuanto se ha reído usted de mí! Y lo peor es que ha hecho muy bien, muy bien. Si no es por usted, no encuentro la flor de la salud. ¿La ve usted? Aquí la traigo. Abrió .un estuche de cuero de Rusia y vi brillar sobre raso blanco un alfiler de corbata de un solo rubí, cercado de brillantes, en forma de corazón, que me entregó entre empujones amistosos y carcajadas.

 - La he buscado primero a orillas del mar. Todos los días registraba las peñas. Al principio me cansaba tanto, que me daban síncopes largos en que pensé quedarme. Pero me sostenía la ilusión de descubrir la flor. El aire del mar y el perseverante ejercicio me prestaron alguna fuerza. Ya no me arrastraba: andaba despacio. Registré bien la costa, peñón por peñón: la flor no la vi. Entonces me interné en un valle muy rústico y retirado. Me pasaba todo el día agachadito, busca que te buscarás, Vivía entre aldeanos. Comía pan moreno, bebía leche. A cada paso me encontraba mejor ... ¡Usted adivina lo demás!. De allí, subí a las montañas, nevadas y fieras que en otro tiempo me parecían horribles ... Trepaba a los picachos, recorrí los desfiladeros, evité los aludes, cacé, tuve frío, dormí a dos mil metros sobre el nivel del mar... y un día; embriagado por el ambiente purísimo, sintiendo
carnes de acero bajo mi piel de bronce, recuerdo que caí de rodillas en una meseta, y creí ver entre el musgo nuevo, húmedo y escarchado por el deshielo, la roja flor!

- ¡Pues ahora - advertí al mozo - que se ha cogido la flor, a cuidarla! ¡Que no se seque!. Norberto volvió la cara...  Al anochecer del día siguiente le vi por casualidad, de lejos; acompañaba a una mujer, y me pareció que se escurría entre callejuelas, para no tropezarme. Entonces (me había dejado sus señas), le escribí este lacónico billetito: “El santo Doctor no repite los milagros».



EMILIA .PARDO BAZÁN

Especie singular


Al despertar el ocaso


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lunes, 27 de julio de 2020

Sagunto (Valencia) ESPAÑA


"Para los nostálgicos de esas moralejas que siempre están de actualidad y que jamás se hacen viejas"

EL VIAJERO

Fría, glacial era la noche. El viento silbaba medroso y airado, la lluvia caía tenaz, ya en ráfagas, ya en fuertes chaparrones; y las dos ó tres veces que Marta se había atrevido á acercarse á su ventana por ver si aplacaba la tempestad, la deslumbró la cárdena luz de un relámpago y la horrorizó el rimbombar del trueno, tan encima de su cabeza, que parecía echar abajo la casa.

Al punto en que con más furia se desencadenaban los elementos, oyó Marta distintamente que llamaban á su puerta, y percibió un acento plañidero y apremiante que la instaba á abrir. Sin duda que la prudencia aconsejaba á Marta desoírlo, pues en noche tan
espantosa, cuando ningún vecino honrado se atreve á echarse á la calle, sólo los malhechores y los perdidos libertinos son capaces de arrostrar viento y lluvia en busca de. aventuras y presa. Marta debió haber reflexionado que el que posee un hogar, fuego en él, y á su lado una madre, una hermana, una esposa que le consuele, no sale en el mes de Enero y con una tormenta desatada, ni llama a puertas ajenas, ni turba la tranquilidad de las doncellas honestas y recogidas. Más la reflexión, persona dignísima y muy señora mía tiene el maldito vicio de llegar retrasada, por lo cual sólo sirve para amargar gustos y adobar remordimientos. La reflexión de Marta se había quedado zaguera según costumbre, y el impulso de la piedad, el primero que  salta en el corazón de la mujer, hizo que la doncella, a través del postigo, preguntase compadecida: ¿Quién llama?, Voz de tenor dulce y vibrante respondió en tono persuasivo: Un viajero. Y la bienaventurada de Marta, sin meterse en más averiguaciones, quitó la tranca, descorrió el cerrojo y dió vuelta á la llave, movida por el encanto de aquella voz tan vibrante y tan dulce.

Entró el viajero saludando cortésmente; y quitándose con gentil desembarazo el chambergo, cuyas plumas goteaban, y desembozándose la capa, empapada por la lluvia, agradeció la hospitalidad y tomó asiento cerca de la lumbre, bien encendida por Marta. Ésta apenas se atrevía á mirarle, porque en aquel punto la consabida 'tardía reflexión empezaba á hacer de las suyas, y Marta comprendía que dar asilo al primero. que llama es ligereza notoria. Con todo, aun sin decidirse á levantar los ojos, vió de soslayo que su huésped era mozo y de buen talle, descolorido, rubio, cara linda y triste, aire de señor acostumbrado al mando y a ocupar alto puesto.

Sintiose Marta encogida y llena de confusión, aunque el viajero se mostraba reconocido y la decía cosas halagüeñas, que por el hechizo de la voz lo parecían más; y á fin de disimular su turbación, se dió prisa á servir la cena y ofrecer al viajero el mejor cuarto de la casa, donde se recogiose á dormir. Asustada de su propia indiscreta conducta, Marta no pudo conciliar el sueño en toda la noche, esperando con impaciencia que rayase el alba para que se ausentase el huésped. Y sucedió que este, cuando bajó, ya descansado y sonriente, á tomar el desayuno, nada habló de marcharse, ni tampoco á la hora de comer, ni menos por la tarde; y Marta, entretenida y embelesada con su labia y sus paliques, no tuvo, valor para decirle que ella no era mesonera de oficio.

Corrieron semanas, pasaron meses, y en casa de Marta no había más dueño ni más amo que aquel viajero á. quien en una noche tempestuosa tuvo la imprevisión de acoger. Él mandaba, y Marta obedecía sumisa, muda, veloz corno el pensamiento. No creáis por eso que Marta era propiamente feliz. Al contrario, vivía en continua zozobra y pena. He calificado de amo al' viajero, y tirano debí llamarle, pues sus caprichos despóticos y su inconstante humor traían á Marta medio loca. Al principio el viajero parecía obediente, afectuoso, zalamero, humilde; pero fue creciéndose y tomando fueros, hasta no haber quien parase con él. Lo peor de todo era que nunca podía Marta adivinarle el deseo ni precaverle la desazón: sin motivo ni causa, cuando menos debía temerse! Ó
esperarse, estaba frenético ó contentísimo, pasando, en menos que se dice, del enojo al halago y de la risa á la rabia. Padecía arrebatos de furor y berrinches injustos é insensatos, que á los dos minutos se convertían en transportes de cariño y en placideces angelicales; ya se emperraba .como un chico, ya se desesperaba como un hombre; ya hartaba á Marta de improperios, ya le prodigaba los nombres más dulces y las ternezas más rendidas.

Sus extravagancias eran a veces tan insufribles, que Marta, con los nervios de punta, el alma de través y el corazón a dos dedos de su boca, maldecía el fatal momento en que dió acogida á su terrible huésped. Lo malo es que cuando justamente Marta: apurada la
paciencia iba a saltar y a sacudir el yugo, no parece sino que él lo adivinaba, y pedía perdón con una sinceridad y una gracia de chiquillo, por lo cual Marta no sólo olvidaba instantáneamente sus agravios, sino que, por el exquisito goce de perdonar, sufriría tres veces las pasadas desazones.

 ¡Qué en olvido las tenía puestas cuando el huésped, á medias palabras y con precauciones y rodeos, anunció que ya había llegado la ocasión de su partida! Marta se quedó de mármol, y las lágrimas lentas que le arrancó la desesperación cayeron sobre las manos
del viajero, que sonreía tristemente y murmuraba en en vos baja frasecitas consoladoras, promesas de escribir, de volver de recordar. Y como Marta, en su amargura balbucía reproches, el huésped, con aquella voz de tenor dulce y vibrante, alegó por vía de disculpa: « Bien te dije, niña, que soy un viajero. Me detengo, pero no me estaciono; me poso, no me fijo. » Y habéis de saber que sólo al oir esta declaración .franca, sólo al sentir que se desgarraban las fibras más íntimas de su ser, conoció la inocentona de Marta que aquel fatal viajero era el Amor, y que había abierto la puerta, sin pensarlo, al dictador cruelísimo del orbe. Sin hacer caso del llanto de Marta (¡para atender á lagrimitas está él!), sin cuidarse del rastro de pena inextinguible que dejaba en pos de sí, el Amor se fue, embozado en su capa, ladeado el chambergo  cuyas plumas, secas ya, se rizaban y flotaban al viento bizarramente
en busca de nuevos horizontes, á llamar á otras puertas mejor trancadas y defendidas.

Y Marta quedó tranquila, dueña de su de temores, de alarmas, y entregada á la compañía de hogar, libre de sustos, la" grave y excelente reflexión, que' tan bien aconseja, aunque un poquillo tarde. No sabemos lo que habrán platicado; sólo tenemos noticias ciertas de que las noches de tempestad furiosa, cuando el viento silba y la lluvia se estrella contra los vidrios, Marta, apoyando la mano sobre su corazón, que le duele á fuerza de latir apresurado, no cesa de prestar oído, por si llama, a la puerta el huésped.


EMILIA PARDO BAZAN


A recordar voy


Triste recaida


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domingo, 26 de julio de 2020

Santuario Nuestra Señora de la Cabeza (Andujar) Jaen ESPAÑA


"Para esos divulgadores que consiguen fama con los dolores"

UN DOCTOR

El doctor Don Juan Cifuentes,
famoso en sus desaciertos,
y que cuenta ya por muertos
el número de pacientes,
dejó con imprevisión
caer un tiesto que regaba
sobre un pobre que pasaba
por debajo del balcón.
Matóle, y dijo un poeta
la desgracia comentando:
—El doctor va progresando.
pues ya mata sin receta.


OSSORIO Y BERNARD

El penultimo lienzo


Traición y soledad


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sábado, 25 de julio de 2020

viernes, 24 de julio de 2020

EL CISNE Y LA SANGUIJUELA

El orgulloso cisne paseaba su elegante y blanco plumaje por el estanque, y quiso escuchar sus alabanzas de humilde sanguijuela que encontró en su camino:

—¿Has visto—le preguntó—animal alguno que en belleza se me acerque, que me venza en gallardía ó me supere en blancura?
—No—le contestó la sanguijuela;—pero el desvanecimiento que tus palabras traducen no te permite recordar que, áun siendo tan bello, perteneces á la familia de los gansos.

Se conoce que la sanguijuela habla vuelto al agua después de pasar alguna temporada entre los hombres.



OSSORIO Y BERNARD

Las Tablas de Daimiel (Ciudad Real) ESPAÑA


Felicidad buscando


Seguridad en el amor


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jueves, 23 de julio de 2020

EL TERROR DE LOS MINISTROS
(Episodio histórico)

En el año 1853, el Sr. Caraveco era un digno empleado con seis mil reales en la provincia X. Nunca había discutido sobre política, y elogiaba á todos los gobiernos; su preocupación única consistía en mantener a su mujer y a sus seis hijos, de nómina a nómina, sin solución de continuidad. Trabajador concienzudo, no tenía ambiciones y se juzgaba feliz. Pero un día le llamó su jefe y díjole entristecido: - ¿Sabe usted. Sr. Caraveco, que ha cambiado la situación política? - Sí, señor. - ¿ y que ahora tenemos de presidente del gobierno y ministro del ramo al señor conde de San Luis? : - ¡Ah! i excelente persona! - Pues esa excelente persona le deja á usted cesante, mi buen amigo. Vea usted la comunicación ... y créame que lo siento en el alma.

El Sr. Caraveco abrió los ojos y la boca, palideció y dejó caer su sombrero. - ¡Cesante! - murmuró cuando pudo. – “Pero el señor ministro ignorará que tengo mujer" y seis hijos? - Eso, asegúrelo usted. - Pues lo sabrá, sí, lo sabrá ... ¡iré á Madrid! y el Sr. Caraveco, consternado, pero resuelto, salió de la oficina, entró en su casa, recogió las migajas. de su hucha, besó á su media docena de vástagos y ocupó un asiento de la diligencia que salía para la corte. El Sr. Caraveco había estado en Madrid durante cuatro ó cinco años de su juventud, pero no conocía a ninguna persona de valimiento político. Esto le inquietaba poco, pues confiaba en su buena causa, y en que un ministro honrado no había de condenarle á la miseria. - Lo malo es que esos señores necesitan memoria, mucha memoria, y no todos gozan de la que han menester - solía repetirse.

Nuestro hombre pidió una audiencia al conde de San Luis, y la obtuvo. - ¿Quién es usted y qué desea? - le preguntó el conde. - Señor, soy Caraveco; empleado cesante, con mujer, seis hijos y buenos informes. Deseo mi reposición, si vuestra excelencia se digna...

- Procuraré complacerle, ya veremos si es posible- contestó el ministro, según fórmula consagrada. - Deje usted la nota, y si no le ocurre otra cosa ... Pero transcurrieron cuarenta y ocho horas y ...¡nada para el Sr. Caraveco! Este le halló explicación muy fácil.
- La pícara memoria ... eso es. Por consiguiente, nuestro hombre se trasladó al patio del ministerio de la Gobernación, y allí estuvo
de centinela hasta que llegó el coche del presidente. Apenas se detuvo aquél, corrió Caraveco, y anticipándose, abrió con una mano la portezuela, y con la otra se quitó el sombrero. El conde, al bajar, le preguntó: - ¿Quién es usted? ¿Qué quiere? - Señor, soy Caraveco, empleado cesante, con mujer y seis hijos ... - ¡Ah! sí, ya recuerdo ; pero he dicho á usted que haré lo posible... - Mil gracias, excelencia. Pero no culpemos á Caraveco de la rebelde memoria del ministro, y como ésta era el único escollo, pues su voluntad estaba bien vista y expresada, aquél fue á encontrarlo algunas noches después en la escalera de su propia casa, y con la misma actitud humilde le dijo saludándole: - Señor, soy Caraveco ; empleado cesante, con mujer y seis bijos ... - ¿ Otra vez?                - exclamó el conde reconociéndole: - No necesita usted molestarse más, señor .... ... Caraveco ... Caraveco ... Cara ... - ¡Bien, bien, le tendré presente! - replicó el ministro apretando el paso.

En aquellos días el conde cayó enfermo de un enfriamiento, que á nadie preocupó por lo leve; pero cada mañana le llevaban al lecho con los periódicos una tarjeta concebida así:
Estas tarjetas ayudaron a sudar al conde y á restablecerse. Mas cuando salió de nuevo, halló en la puerta al cesante que le felicitaba, y no pudo contener su enojo. - Señor mío : agradezco tanta,s atenciones; pero me será posible colocarlo y mientras el ministro partía en su coche, el pobre Caraveco murmuraba: - ¿Qué oigo? El señor conde tiene ya buena memoria; mas ahora le falta voluntad ... ¡Yo la conquistaré con paciencia!, y puede decirse que entonces fué cuando comenzó su campaña Caraveco.

Si el ministro iba á la iglesia, allí estaba nuestro hombre colocado entre aquél y el altar, e inevitablemente visible. Si iba al teatro, al entrar y al salir, murmuraban á su oído: « Señor, Caraveco, cesante, con mujer y _ seis hijos ... » En el Congreso y en el Senado, siempre encontraba el eterno Caraveco, primeramente en la puerta y luego en la tribuna de orden, celebrando con palmas los elogios dirigidos al gobierno. El conde de San Luis había agotado todos los medios para librarse del importuno: ni el desdén, ni la burla, ni el enfado, ni la amenaza:, fueron eficaces. Era impotente contra aquel hombre fantasma, siempre humilde, respetuoso, suplicante. ¿Qué había de hacer con él? ¿ De qué delito podría acusarle? Pero es lo cierto que el conde no podía apartar ya de su imaginación al cesante, y que á veces le preocupaba más el fastidio del próximo encuentro ineludible, que un negocio de Estado.

Llegó á repetir á solas maquinalmente aquel nombre que le ponía nervioso, y aun al acostarse, miraba debajo de la cama, inseguro de que el cesante no se hubiera escondido alli para dirigirle su plegaria: Por último, desesperado, aburrido, el conde tomó una resolución heroica. Aquel día, al bajar de su coche en el ministerio, en vez de increpar duramente á Caraveco, le dijo: - ,. ¡Sígame usted! ... ¡Venga usted á mi despacho!.

El cesante obedeció temeroso, y poco después se hallaba en frente del ministro, que ocupaba su poltrona. - ¿De qué sueldo gozaba usted? - Señor, de seis mil reales. - Bueno, pues tome usted esta credencial de diez mil reales para las islas Canarias. Pero le advierto y le juro que si dentro de veinticuatro horas está usted aún en Madrid, le meto en la cárcel. Lo mismo le ocurrirá si se atreve á volver. Puede usted marcharse. Caraveco, aturdido, confuso, emocionado, no respondió palabra; recogió su. credencial y escapóse como una saeta. El ministro supo por la. policía que aquella misma tarde había salido Caraveco de Madrid. y entonces respiró.

Once años después de este verídico suceso, era Narváez jefe del gabinete y D. Luis González Bravo ministro de la Gobernación. Un día vióse éste compelido con urgencia á remover varios empleados para colocar otros, y á fin de no dar palos ¡le ciego, esto es, sobre los amigos de sus amigos, pidió el libro registro de recomendaciones. - Vamos - dijo al jefe del personal, - ¿cuáles son, entre los más antiguos, los menos acorazados? Del examen resultó que el más débil poseía las conchas de un caimán. Sólo uno aparecía huérfano de toda defensa. - y á este Sr. Caraveco, ¿nadie le ha recomendado? - preguntó el ministro. - No, señor... y si á V. E. le parece ... - Sí, hombre, sí, desde luego. Fuese el jefe del personal, y González Bravo quedó buscándole explicación al fenómeno de que aquel empleado hubiera permanecido once años en su puesto.

Con efecto, desde 1853 á 1864 habían sido ministros de la Gobernación los Sres. Santa Cruz (D. Antonio y D. Francisco), Huelbes, Escosura, Ríos Rosas, Nocedal, Armero, Bermúdez de Castro, Ventura Díaz, Fernández de la Hoz, Posada Herrera, Calderón Collantes, el marqués de la Vega de Armijo, Rodríguez Vaamonde, el marqués de Miraflores, Cánovas del Castillo y D. Alejandro Mon. ¿ Cómo es que ninguno se había visto en la triste precisión de sacrificar al inofensivo Sr. Caraveco? . El gran estadista y hombre de mundo, más curioso cada vez, inclinóse sobre el libro y entonces distinguió algunas palabras medio borrosas escritas con lápiz, de puño y letra del conde de San Luis, á continuación del nombre de Caraveco. Estas palabras decían: - ¡Ay de quien le toque! Apenas las hubo leído González Bravo, oprimió el timbre con fuerza y escribió también al margen: - ¡No seré yo!



PEDRO DE NOVO COLSON

PINCELADAS