Don Iñigo le llamaban y en Valladolid había nacido, era un hombre importante pues Padilla es su apellido, y en la corte con su familia cuando niño había vivido. Le cuidaba un ama de llaves muy gruñona y pendenciera que aunque estaba de buen ver aún seguía soltera, esperando el regreso de su amor que con el almirante marcho a descubrir nuevas tierras. Vivia con el caballero un curioso personaje que por la edad que tenía debía de ser su paje, era como de mi edad once años más o menos, aunque él era muy rubio, yo, simplemente moreno, y escribía con tal gracia que daba envidia sana verlo.
Era la casona enorme y a las afueras estaba con un escudo de piedra grabado en la fachada encima de dos enormes puertas que le servían de entrada a hombres, carretas y bestias que por las mismas entraban. Una vez en su interior aún parecía más grande; había casas con cuadras y apartada una enorme, donde vivía el hidalgo, con la criada y su paje, y algunas personas más de servicio y encaje.
La casita de mi abuelo tan solo se componía de un patio con una higuera y dos habitaciones una con poyo que era en la que él dormía y la otra con chimenea y pesebre donde mi abuelo y su burro cada uno en su lugar comían, y guardaba todo aquello que como suyo tenía. Dentro de aquel corralón algunas familias vivían junto a los humildes gañanes que a su servicio tenía. Había un carretero simpático y lenguaraz con un hijo que tenía que era de mi misma edad y por Domin conocían los que vivían allá. Doña Damiana su madre era una mujer singular regordeta y desdentada aunque llena de bondad y a este mi primer amigo le cuidaba y le mimaba por demás, protegiéndole con su escoba de aquellos que le querían por sus trastadas pegar.
Nos hicimos pronto amigos por el contacto que había entre su padre y mi abuelo que afición compartían, ir a cazar con los galgos que algunas liebres traían después de grandes carreras entre barbechos y encinas, para que Doña Damiana esas liebres correosas preparara en la humilde cocina, y darles cuenta después entre mordiscos y risas, al ver a la pobre mujer que no podía morder y mascaba aquellos trozos sin conseguir hacerlos trizas.
Así pase algunos años entre juegos y trabajos que junto a mi abuelo hacia cosiendo esteras y sacos o recibiendo lecciones de esgrima lanza y montura, que Don Iñigo nos daba para al tedio darle cura, y de paso incrementar en nosotros la bravura. Los domingos nos visitaba un fraile muy espigado que cuando el viento soplaba lo movía de lado a lado, sirviendo de regocijo entre el amo y los criados. Venia a decir la misa desde un convento cercano, donde había otros diez frailes el abad y otro hermano que como portero tenian pues votos aún no había tomado. Venia el hermano Juan a la misa realizar, los domingos y festivos mas las fiestas de guardar, y de paso con nosotros en los ratos que quedaban enseñarnos la lectura y escritura a base de unos coscorrones que sin cesar nos pegaba, por no estar bien atentos a la lección que nos daba.
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