LA CONJURACIÓN
DE LAS PALABRAS
Erase
un gran edificio llamado Diccionario de la Lengua Castellana, de tamaño tan colosal y fuera de medida, que,
al decir de los cronistas, ocupaba casi la cuarta parte de una mesa, de éstas
que, destinadas á varios usos, vemos en las casas de los hombres. Si fiemos de
creer á un viejo documento hallado en viejísimo pupitre, cuando ponían al tal
edificio en el estante de su dueño, la tabla que lo sostenía amenazaba
desplomarse, con detrimento de todo lo que había en ella. Formábanlo dos anchos
murallones de cartón forrados en piel de
becerro jaspeado, y en la fachada, que era también de cuero, se veía un ancho
cartel con doradas letras, que decían al mundo y á la posteridad el nombre y significación
de aquel gran monumento.
Por
dentro era un laberinto tan maravilloso, que ni el mismo de Creta se le
igualara. Dividíanlo hasta seiscientas paredes de papel con sus números
llamados páginas. Cada espacio estaba subdividido en tres corredores ó crujías
muy grandes, y en estas crujías se hallaban innumerables celdas, ocupadas por
los ochocientos ó novecientos mil seres que en aquel vastísimo recinto tenían
su habitación. Estos seres se llamaban palabras.
Una
mañana sintióse gran ruido de voces, patadas, choque de armas, roce de
vestidos, llamamientos y relinchos, como si un numeroso ejército se levantara y
vistiese á toda prisa, apercibiéndose para una tremenda batalla. Y á la verdad,
cosa de guerra debía de ser, porque á poco rato salieron todas ó casi todas las
palabras del Diccionario, con fuertes y relucientes armas, formando un
escuadrón tan grande que no cupiera en la misma Biblioteca Nacional. Magnífico
y sorprendente era el espectáculo que este ejército presentaba, según me dijo
el testigo ocular que lo presenció todo desde un escondrijo inmediato, el cual
testigo ocular era un viejísimo Flos sanctorum, forrado en pergamino, que en el
propio estante se hallaba á la sazón.
Avanzó
la comitiva hasta que estuvieron todas las palabras fuera del edificio. Trataré
de describir el orden y aparato de aquel ejército, siguiendo fielmente la
veraz, escrupulosa y auténtica narración de mi amigo el Flos sanctorum.
Delante
marchaban unos heraldos llamados Artículos, vestidos con magníficas dalmáticas
y cotas de finísimo acero: no llevaban armas, y sí los escudos de sus señores
los Sustantivos, que venían un poco más atrás. Estos, en número casi infinito,
eran tan vistosos y gallardos que daba gozo verlos. Unos llevaban
resplandecientes armas del más puro metal, y cascos en cuya cimera ondeaban
plumas y festones; otros vestían lorigas de cuero finísimo, recamadas de oro y
plata; otros cubrían sus cuerpos con luengos trajes talares, á modo de
senadores venecianos. Aquéllos montaban poderosos potros ricamente enjaezados,
y otros iban á pie. Algunos parecían menos ricos y lujosos que los demás; y aun
puede asegurarse que había bastantes pobremente vestidos, si bien éstos eran
poco vistos, porque el brillo y elegancia de los otros como que les ocultaba y obscurecía.
Junto á los Sustantivos marchaban los Pronombres; que iban á pie y delante,
llevando la brida de los caballos, ó detrás, sosteniendo la cola del vestido de
sus amos, ya guiándoles á guisa de lazarillos, ya dándoles el brazo para sostén
de sus flacos cuerpos, porque, sea dich'o de paso, también había Sustantivos
muy valetudinarios y decrépitos, y algunos parecían próximos á morir.
También
se veían no pocos Pronombres representando á sus amos, que se quedaron en cama por
enfermos ó perezosos, y estos Pronombres formaban en la línea de los
Sustantivos como si de tales hubieran categoría. No es necesario decir que los
había de ambos sexos; y las damas cabalgaban con igual donaire que los hombres,
y aun esgrimían las armas con tanto desenfado como ellos.
Detrás
venían los Adjetivos, todos á pie; y eran como servidores ó satélites de los
Sustantivos, porque formaban al lado de ellos, atendiendo á sus órdenes para
obedecerlas. Era cosa sabida que ningún caballero Sustantivo podía hacer cosa derecha
sin el auxilio de un buen escudero de la honrada familia de los Adjetivos; pero
éstos, á pesar de la fuerza y significación que prestaban á sus amos, no valían
solos ni un ardite, y se aniquilaban completamente en cuanto quedaban solos.
Eran brillantes y caprichosos sus adornos y trajes, de colores vivos y formas
muy determinadas; y era de notar que cuando se acercaban al amo, éste tomaba el
color y la forma de aquéllos, quedando transformado al exterior, aunque en esencia
el mismo.
Como
á diez varas de distancia venían los Verbos, que eran unos señores de lo más
extraño y maravilloso que puede concebir la fantasía.
No
es posible decir su sexo, ni medir su estatura, ni pintar sus facciones, ni
contar su edad, ni describirlos con precisión y exactitud. Basta saber que se
movían mucho y á todos lados, y tan pronto iban hacia atrás como hacia
adelante, y se juntaban dos para andar emparejados. Lo cierto del caso, según
me aseguró el Flos sanctorum, es que sin los tales personajes no se hacía cosa
á derechas en aquella República, y si bien los Sustantivos eran muy útiles, no
podían hacer nada por sí, y eran como instrumentos ciegos cuando algún señor Verbo
no los dirigía. Tras éstos venían los Adverbios, que tenían cataduras de
pinches de cocina; como que su oficio era prepararles la comida á los Verbos y
servirles en todo.
Es
fama que eran parientes de los Adjetivos, como lo acreditaban viejísimos
pergaminos genealógieos, y aun había Adjetivos que desempeñaban En comisión la
plaza de Adverbios, para lo cual bastaba ponerles una cola ó falda que decía:
mente.
Las
Preposiciones eran enanas, y más que personas parecían cosas, moviéndose automáticamente:
iban junto á los Sustantivos para llevar recado á algún Verbo, ó viceversa. Las
Conjunciones andaban por todos lados metiendo bulla; y una de ellas
especialmente, llamada que, era el mismo enemigo y á todos los tenía revueltos
y alborotados, porque indisponía á un señor Sustantivo con un señor Verbo, y á
veces trastornaba lo que éste decía, variando completamente el sentido. Detrás
de todos marchaban las Interjecciones, que no tenían cuerpo, sino tan sólo
cabeza, con gran boca siempre abierta. No se metían con nadie, y se manejaban
solas; que aunque pocas en número, es fama que sabían hacerse valer.
De
estas palabras, algunas eran nobilísimas, y llevaban en sus escudos donde se
venía en conocimiento de su abolengo delicadas empresas, por
latino
ó árabe; otras, sin alcurnia antigua de que vanagloriarse, eran nuevecillas,
plebeyas ó de poco más ó menos. Los nobles las trataban con desprecio. Algunas
había también en calidad de emigradas de Francia, esperando el tiempo de adquirir
nacionalidad. Otras, en cambio, indígenas hasta la pared de enfrente, se caían
de puro viejas, y yacían arrinconadas, aunque las demás guardaran consideración
á sus arrugas; y las había tan petulantes y presumidas, que despreciaban á las
demás mirándolas enfáticamente.
Llegaron
á la plaza del Estante y la ocuparon de punta á punta. El verbo Ser hizo una
especie de cadalso ó tribuna con dos admiraciones y algunas comas que por allí
rodaban, y subió á él con intención de despotricarse; pero le quitó la palabra
un Sustantivo muy travieso y hablador, llamado Hombre, el cual, subiendo á los
hombros de sus edecanes, los simpáticos Adjetivos Racional y Libre, saludó á la
multitud, quitándose la H, que á guisa de sombrero le cubría, y empezó á hablar
en estos ó parecidos términos: «Señores: La osadía de los escritores españoles
ha irritado nuestros ánimos, y es preciso darles justo y pronto castigo. Ya no
les basta introducir en sus libros contrabando francés, con gran detrimento de
la riqueza nacional, sino que cuando por casualidad se nos emplea, trastornan nuestro
sentido y nos hacen decir lo contrario de nuestra intención. (Bien, bien.) De
nada sirve nuestro noble origen latino, para que esos tales respeten nuestro
significado. Se nos desfigura de un modo que-da grima y dolor. Así, permitidme que
me conmueva, porque las lágrimas brotan de mis ojos y no puedo reprimir la
emoción.» (Nutridos aplausos.)
El
orador se enjugó las lágrimas con la punta de la e, que de faldón le servía, y
ya se preparaba á continuar, cuando le distrajo el rumor de una disputa que no
lejos se había entablado.
Era
que el Sustantivo Sentido estaba dando de mojicones al Adjetivo Común, y le
decía: «Perro, follón y sucio vocablo, por tí me traen asendereado, y me ponen
como salvaguardia de toda clase de destinos. Desde que cualquier escritor no
entiende palotada de una ciencia, se escuda con el Sentido Común, y ya le
parece que es el más sabio de la tierra. Vete, negro y pestífero Adjetivo,
lejos de mí, ó te juro que no saldrás con vida de mis manos.» Y al decir esto,
el Sentido enarboló la t, y dándole un garrotazo con ella á su escudero, le
dejó tan malparado, que tuvieron que ponerle un vendaje en la o, y bizmarle las
costillas de la m, porque se iba desangrando por allí á toda prisa.
«Haya
paz, señores,-—dijo un Sustantivo Femenino llamado Filosofía, que con dueñescas
tocas blancas apareció entre el tumulto. Mas en cuanto le vió otra palabra
llamada Música, se eclió sobre ella y empezó á mesarla los cabellos y á darle
coces, cantando así: —Miren la bellaca, la sandia, la loca; ¿pues no quiere
llevarme encadenada con una Preposición, diciendo que yo tengo Filosofía? Yo no
tengo sino Música, hermana. Déjeme en paz y púdrase de vieja en compañía de la
Alemana, que es otra vieja loca. —Quita allá, bullanguera—dijo la Filosofía arrancándole
á la Música el penacho ó acento que muy erguido sobre la u llevaba;—quita allá,
que para nada vales, ni sirves más que de pasatiempo pueril.
—Poco
á poco, señoras mías—gritó un Sustantivo, alto, delgado, flaco y medio tísico,
llamado el Sentimiento.—A ver, señora Filosofía, si no me dice usted esas cosas
á mi hermana, ó tendremos que vernos las caras. Estése usted quieta y deje á
Perico en su casa, porque todos tenemos trapitos que lavar, y si yo saco los
suyos .ni con colada habrán de quedar limpios. —Miren el mocoso—dijo la Razón
que andaba por allí en paños menores y un poquillo desmelenada,—¿qué sería de
esos badulaques sin mí? No reñir, y cada uno á su puesto, que si me incomodo...
—No
ha de ser,-—dijo el Sustantivo Mal, que en todo había de meterse. ¿Quién le ha
dado á usted vela en este entierro, tío Mal? Vayase al Infierno, que ya está de
más en el mundo. —No, señoras; perdonen usías, que no estoy sino muy retebién.
Un poco decaidillo andaba; pero después que tomé este lacayo, que ahora me sirve,
me voy remediando.—Y mostró un lacayo, que era el Adjetivo Necesario.
—Quítenmela,
que la mato—chillaba la Religión, que había venido á las manos con la
Política;—quítenmela, que me ha usurpado el nombre para disimular en el mundo
sus socaliñas y gatuperios. —Basta de indirectas. ¡Orden!-—dijo el Sustantivo
Gobierno, que se presentó para poner paz en el asunto. —Déjelas que se arañen,
hermano—observó la Justicia;—déjelas que se arañen, que ya sabe vuecencia que
rabian de verse juntas. Procuremos nosotros no andar también á la greña, y adelante
con los faroles.»
Mientras
esto ocurría, se presentó un gallardo Sustantivo, vestido con relucientes
armas, y trayendo un escudo con peregrinas figuras y lema de plata y oro.
Llamábase el Honor, y venía á quejarse de los innumerables desatinos que hacían
los humanos en su nombre, dándole las más raras aplicaciones, y haciéndole
significar lo que más les venía á cuento. Pero el Sustantivo Moral, que estaba
en un rincón atándose un hilo en la l, que se le había roto en la anterior
refriega, se presentó, atrayando la atención general. Quejóse de que se le
subían á las barbas ciertos Adjetivos advenedizos, y concluyó diciendo que no
le gustaban ciertas compañías, y que más le valiera andar solo; de lo cual se
rieron otros muchos Sustantivos fachendosos que no llevaban nunca menos de seis
Adjetivos de servidumbre.
Entre
tanto, la Inquisición, una viejecilla que no se podía tener, estaba pegando
fuego á una hoguera que había hecho con interrogantes gastados, palos de I7 y
paréntesis rotos, en la cual hoguera dicen que quería quemar á la Libertad, que
andaba dando zancajos por allí con muchísima gracia y desenvoltura. Por otro
lado estaba el Verbo Matar, dando grandes voces, y cerrando el puño con rabia,
decía de vez en cuando: «¡Si me conjugo...!» Oyendo lo cual el Sustantivo Paz,
acudió corriendo tan á prisa, que tropezó en la z con que venía calzada, y cayó
cuan larga era, dando un gran batacazo. «Allá voy—gritó el Sustantivo Arte, que
ya se había metido á zapatero.—Allá voy á componer este zapato, que es cosa de
mi incumbencia.» Y con unas comas, le clavó la 0 á la Paz, que tomó vuelo, y se
fué á hacer cabriolas ante el Sustantivo Gañón, de quien dicen estaba perdidamente
enamorada.
No
pudiendo ni el Verbo Ser, ni el Sustantivo Hombre, ni el Adjetivo Racional,
poner en orden á aquella gente, y comprendiendo que de aquella manera iban á
ser vencidos en la desigual batalla que con los escritores españoles tendrían
que emprender, resolvieron volverse á su casa. Dieron orden de que cada cual
entrara en su celda, y así se cumplió, costando gran trabajo encerrar á algunas
camorristas, que se empeñaban en alborotar y hacer el coco.
Resultaron
de este tumulto bastantes heridos, que aún están en el hospital de sangre, ó
sea Fe de erratas del Diccionario. Han determinado congregarse de nuevo para
examinar los medios de imponerse á la gente de letras. Se están redactando las
pragmáticas, que establecerán el orden en las discusiones. No tuvo resultado el
pronunciamiento, por gastar el tiempo los conjurados en estériles debates y
luchas de amor propio, en vez de congregarse para combatir al enemigo común; así
es que concluyó aquello como el Rosario de la Aurora.
El
Flos sanclorum me asegura que la Gramática había mandado al Diccionario una
embajada de géneros, números y casos, para ver si por las buenas, y sin
derramamiento de sangre, se arreglaban los trastornados asuntos de la Lengua
Castellana.
Benito
Perez Galdos
Madrid,
Abril de 1868.
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