LA
PLUMA EN EL VIENTO
ó
EL
VIAJE DE LA VIDA
Sobre
el apelmazado suelo de un corral, entre un cascarón de huevo y una hoja de
rábano, cerca del medio plato donde bebían los pollos y como á dos pulgadas del
jaramago que se había nacido en aquel sitio sin pedir permiso á nadie, yacía
una pequeña y ligerísima pluma, caída al parecer del cuello de cierta paloma
vecina, que diez minutos antes se había dejado acariciar ¡oh femenil
condescendencia! por un D. Juan que hacía estragos en los tejados de aquellos
contornos. El corral era triste, feo y solitario.
Desde
donde estaba la pluma no se veía otra cosa que la copa de algunos castaños
plantados fuera de la tapia; el campanario de la iglesia con su remate
abollado, á manera de sombrero viejo; la vara enorme y deslucida de un chopo
inválido y casi moribundo, y las tejas de la casa adyacente, que en días de
temporal regaban con abundante lloro el corral y la huerta. La vid, la zarza
trepadora y la madreselva, apenas cubrían entre las tres toda la extensión de
la tapia, erizada de vidrios rotos en su parte superior, que servía de baluarte
inexpugnable contra zorras y chicuelos.
A
esto se reducía el paisaje, amén del inmenso y siempre hermoso cielo, tan
espléndido de día, como imponente y misterioso de noche. La pluma (¿por qué no
hemos de darle vida?) yacía, como dijimos, en compañía de varios objetos bastante
innobles, propios del lugar, y constantemente expuesta á ser hollada por la
bárbara planta de los gansos, de los pollos y aun de otros animalejos menos
limpios y decentes que tenían habitación en algún lodazal cercano.
No
hay para qué decir que la pluma debía de estar muy aburrida; pues suponiendo un
alma en tan delicado, aéreo y flexible cuerpo, la consecuencia es que esta alma
no podía vivir contenta en el corral descrito. Por una misteriosa armonía entre
los elementos constitutivos de aquel ser, si el cuerpo parecía un espectro de
materia, el alma había sido creada para volar y remontarse á las alturas,
elevándose á la mayor distancia posible sobre el suelo, en cuyo fango jamás debieran
tocar los encajes casi imperceptibles de su sutil vestidura. Para esto había
nacido ciertamente; pero en ella, como en nosotros los hombres, la
predestinación continuaba siendo una vana palabra. Estaba la pobre en el
corral, la mentando su suerte, con la vista fija en el cielo, sin más
distracción que ver agitados por el viento los blancos festones de su ropa
inmaculada, y diciendo en la ignota lengua de las plumas: «No sé cómo aguanto
esta vida fastidiosa. Más valdría cien veces morir.»
Otras
muchas cosas igualmente tristes dijo; pero en el mismo instante una ráfaga de
viento que puso en conmoción todas las pajas y objetos menudos arrojados en el
corral, la suspendió, ¡oh inesperada alegría! alzándola sobre el suelo más de
media vara. Por breve espacio de tiempo estuvo fluctuando de aquí para allí,
amenazando caer unas veces y remontándose otras, con gran algazara de los
pollos, quienes al ver aquella cosa blanca que se paseaba por los aires con
tanta majestad, iban tras ella aguardándola en su caída, con la esperanza de
que fuera algo de comer. Pero el viento sopló más recio, y haciendo un fuerte
remolino en todo el recinto del corral, la sacó fuera velozmente. Cuando ella
se vió más alta que la tapia, más alta que la casa, que los castaños, que la
cúspide del chopo, tembló toda de entusiasmo y admiración. Allá arribita, el viento
la meció, sosteniéndola sin violentas sacudidas: parecía balancearse en
invisible hamaca ó en los brazos de algún cariñoso genio.
Desde
allí, ¡qué espectáculo! Abajo el corral con sus inquietos pollos escarbando sin
cesar; la huerta, la casa, los castaños, el chopo, ¡qué pequeño lo que antes
parecía tan grandel Después toda la extensión del hermoso valle poblado de casas,
de árboles, de flores, de ganados; á lo lejos las montañas con sus laderas
cubiertas de bosques, sus eminencias rojizas y azules y sus cúspides
encaperuzadas con una blancura en la cual nuestra viajera creyó ver enormes
montones de plumas; encima el cielo sin fin, el sol de la mañana dando vivos colores
á todo el paisaje, garabateando el agua con rayos de luz, produciendo temblorosos
reflejos en el follaje de los olmos, y reverberando en las sementeras pajizas,
salpicadas aquí y allí de manchas de amapolas. ¡Esto sí que se llama vivir!
Tremenda cosa sería caer otra vez en el corral.
La
pluma, en el colmo de su regocijo, no halló medio mejor de expresarlo que dando
vueltas sobre su eje, para que se orearan bien sus miembros húmedos y ateridos;
se bañó en el sol, y se esponjó, ahuecando con cierta vanidad los flecos diminutos
de que se componía su cuerpo. El sol penetraba por entre los mil intersticios
de aquel encaje prodigioso, y nuestra viajera se vió vestida de hilos de
cristal más tenues que los que tienden las arañas de rama en rama, y cubierta de
diamantes, esmeraldas y rubíes que variaban de luces á cada movimiento, y tan
menudos, que los granos de aréna parecerían montañas á su lado. Extender la
vista por el valle, por las montaña, por el horizonte, y querer recorrerlo todo
hasta el fin, fué en la pluma obra de un momento. Su estupor y alborozo no
tenían límites, y si al pronto la sorpresa la mantuvo en aquella altura,
divagando, sin apartarse de su situación primera, después, serenada un poco y
sintiendo en su pecho (?) el fuego del entusiasmo, se lanzó en el inmenso
espacio, en brazos del geniecillo.
Desaparecieron
corral, casa, aldea; la torre de la iglesia, como gigante despavorido, caminaba
también con grandes zancajos hasta perderse de vista. En la agitación de aquel
vuelo vertiginoso la pluma subía á veces á tanta altura, que apenas podía distinguir
los objetos; otras descendía hasta rozar con la tierra, y contemplaba su imagen
fugitiva en la superficie verdosa de los charcos, A veces se remontaba tanto,
que parecía confundirse con las nubes y perderse en los inmensos océanos del
espacio; á veces descendía tanto, que casi casi tocaba á la tierra, y en su lenguaje
ignoto decía al viento: «Bájame un poco, amigo, que me mareo en estas alturas,»
ó «levántame por favor, amiguito, que voy á caer en ese lodazal.» El viento,
dócil vehículo, la subía y la bajaba, según su deseo, andando siempre, y
pasaban valles, ríos, montes, colinas, pueblos, sin parar nunca. En su viaje,
la pluma no cesaba de admirar cuanto veía. Los pájaros pasaban cantando junto á
ella; las mariposas se detenían, mirándola con asombro, no acertando á comprender
si era cosa viva ó un objeto arrastrado por el viento. Cuando iban cerca de
tierra y pasaban rozando por encima de zarzales y plantas espinosas, creeríase
que todas las púas se erizaban como garras para cogerla, y al volar por encima de
un charco, los gansos de la orilla volvían de medio lado la cabeza mirándola, y
con la esperanza de verla caer, corrían graznando tras ella. —«Súbeme,
amiguito—gritaba,—para no oir á estos bárbaros.»
CANTO
PRIMERO
Y
subían hasta lo alto de la montaña; pasaban la divisoria, y recorrían otro
valle, y así todo el camino, sin detenerse nunca. Tanto anduvieron, que la
pluma, sintiendo satisfecha su curiosidad, se arremolinó, dió varias vueltas
sobre sí misma, y dijo al genio que la conducía: «¿Sabes que hemos corrido
bastante? ¿No convendría elegir sitio para descansar un rato? ¡Ay, amigo!
Aunque deseaba salir del corral y recorrer el mundo, puedes creer que lo que á
mí me gusta es la vida tranquila y reposada. Por un instante pensé que la felicidad
es volar de aquí para allí, viendo cosas distintas cada minuto, y recibiendo
impresiones diferentes. Ya me voy convenciendo de que es mejor estarse una
quietecita en un paraje que no sea tan feo como el corral, viviendo sin
sobresalto ni peligro. Allí veo, cerca del río, unos grandes árboles, que me parecen
el lugar más hermoso que hemos encontrado en nuestro viaje.
Acercáronse
y vieron, efectivamente, que á la sombra de aquellos árboles había el sitio más
apetecible y delicioso que podría ambicionar una pluma para pasar sus días.
Césped finísimo cubría el suelo; el río cercano corría con mansa corriente, ni
tan rápida que arrastrara y revolviera la tierra de las verdes márgenes, ni tan
pausada que se enturbiaran sus aguas: fácil era contar todas las piedrecillas
del fondo; mas no la muchedumbre de peces que divagaban por su transparente
cristal. Las ramas dé los árboles, cerniendo la viva luz del sol, mantenían en
templada penumbra el pequeño prado; y de allí habían huido todos los insectos
importunos y sucios, así como todas las aves impertinentes y casquivanas. Los pocos
seres que allí estaban de paso ó con residencia fija, eran lo más culto y
distinguido de la creación: insectos vestidos de oro y condecorados con
admirables pedrerías; aves sentimentales y discretas que cantaban sus amores en
cortesano estilo, y sólo á ciertas horas de la mañana ó de la tarde. Era el
mediodía, y todas callaban en lo alto de las ramas, entreteniendo el espíritu
en abstractas meditaciones. «¡Fresco y bonito lugar es éste!—dijo la pluma,
erizándose de entusiasmo al verse allí.—Aquí quiero pasar toda mi vida, toda,
toda, lo repito con seguridad completa de no variar de propósito.»
Vagaba
á la sombra de los árboles, resbalando sobre el fresco césped, cuando vió que
se acercaba una pastora, guiando dos docenas de ovejas, con alguno que otro
cordero, y un perro que les servía de custodia y compañía. La pastora se ocupaba,
andando, en tejer una corona de flores que traía en la falda, y era tanta su
hermosura, donaire y elegancia, que la pluma se quedó absorta. Sentóse la
joven, y la pluma, remontándose de nuevo por los aires, empezó á dar vueltas en
torno suyo, admirando de cerca y de lejos, ya la blancura del cutis, ya la
expresión y brillo de los ojos, ya los cabellos negros, ya sus labios
encendidos, todas y cada una de las perfecciones de tan ejemplar criatura. «Aquí
me he de estar toda la vida-—exclamaba la viajera en su enrevesado idioma. —Esto
sí que es vivir. Nunca me cansaré de mirarla, aunque viva mil años. ¡Qué bien
he hecho en establecerme aquí... y qué gran cosa es el amor! Gracias á Dios que
he encontrado la felicidad. ¡Cuán dulcemente se pasa el tiempo mirándola, ahora
y después y siempre! ¿Qué placer iguala al de pasar rozando sus cabellos, y
acariciarle la frente con mis flequitos? ¿Qué mayor ambición puedo
tener
que dejarme resbalar por su cuello hasta escurrirme... qué se yo dónde, ó
esconderme entre su ropa y su carne para estarme allí haciéndole cosquillas per
sáculo, sceculorum? Esto me vuelve loca... y de veras que estoy loca de amor.
Aquí y sin apartarme de ella un instante, he de pasar toda la vida.» La pluma
volaba y revolaba alrededor de la pastora, hasta que fué á posarse sutilmente sobre
su hombro, y en él hizo mil morisquetas y remilgos con sus flecos. Vió la
muchacha aquel objeto blanco, que al principio juzgó ser cosa menos delicada
caída de las ramas del árbol, y tomándola, la estrujó entre sus dedos y la
arrojé lejos de sí con indiferencia desdeñosa. Un rato después convocó á su
rebaño y se fué.
Mucho
tardó nuestra infortunada viajera en volver de su desmayo. Al abrir los ojos,
en vano buscó al objeto de su tierna pasión; reconociendo el sitio, sacudió sus
encajes magullados y rotos, y dió al viento sus quejas en esta forma: «Ay,
vientecillo, sácame de aquí, por las ánimas benditas; levántame, que me muero
de tristeza. Quiero correr otra vez, pues ahora comprendo que la felicidad no
existe en lo que yo creía. ¡Buena tonta lie sido! El amor no es más que fatigas
y dolores. Basta de amor, que harto conozco ya lo que trae consigo. Volemos
otra vez, y vamos á donde tú quieras, amiguito. De veras te digo que me cargan
estos árboles y este río: estoy ya hasta la corona de céspedes, prados, arroyos
y pajarillos. Démonos una vueltecita por esos mundos. Levántame: quiero subir
hasta las nubes... Eso es; así me gusta: súbeme todo lo que puedas. Mira, allí
á lo lejos se alcanza á ver una casa que ha de ser muy grande: ¿ves cómo brilla
á los rayos del sol, cual si fuese de plata,.y á su lado hay otra y otra,
muchas, muchísimas casas? Sin duda aquello es lo que llaman una ciudad. Eso,
eso es lo que yo deseo ver. Gracias á Dios que encuentro lo que me gusta.
Vámonos derechos allá, y dejémonos de montes y valles, que son lugares impropios
para este genio mío... Ya, ya se ve de cerca la ciudad. En aquel magnífico
palacio que vimos primero • nos hemos de meter. Corre, corre más, que me parece
que no llegamos nunca.
CANTO SEGUNDO
Pronto
se hallaron muy cerca de un soberbio palacio de mármol, tan grande y bello que
hasta el mismo genio misterioso, que conducía á nuestra amiga, se quedó absorto
ante tanta magnificencia. Oíanse por allí algazaras como de baile ó festín, y
músicas sorprendentes. Flotaban banderas en los minaretes y azoteas, y por las
ventanas se veía discurrir la gente alegre y bulliciosa. «Adentro,
amiguito—dijo la pluma;—colémonos por este balcón que está de par en par abierto.»
Así lo hicieron, encontrándose dentro de una gran sala en la cual había hasta
cien personas sentadas alrededor de vasta mesa, llena de ricos manjares y
adornada de flores, todo puesto con arte y soberana magnificencia. Era igual el
número de hombres al de mujeres; y si entre aquéllos los había de distintas
edades, éstas eran todas jóvenes y hermosas. Los criados vestían riquísimos
trajes, y un sin fin de músicos tocaban armoniosas sonatas en lo alto de una
gran tribuna. Los convidados estaban tendidos sobre cojines cubiertos de
vistosos tapices; ellas adornadas con flores, y tan ligera y graciosamente
vestidas, que todo quedaba en silencio. Entonces se sintió caer, abandonada de
su misterioso genio amigo: rió las flores marchitas y pisoteadas por el suelo, los
restos de la comida arrojados en desorden y exhalando repugnante olor; todo
revuelto y disperso, y ningún ser vivo eu la sala. En su desmayo juzgó que
pasaban lentamente horas y más horas, que luego amanecía, y que por fin alguien
daba señales de vida en aquel palacio, ayer del regocijo y hoy de la tristeza.
Los pasos se acercaban, y manos desconocidas intentaron poner en orden los
restos del festín. Luego se sintió arrastrada violentamente á impulsos de un objeto
áspero: abrió los ojos, ya con la cabeza despejada, y vió que era impelida por
una escoba.
La
barrían juntamente con multitud de objetos despreciables, ajados, repugnantes y
pestíferos; hojas de flores pisoteadas, pedazos de cristal aún mojados en vino,
huesos de frutas aún cubiertos de saliva, cortezas de pan, espinas de salmón
con alguna hilacha de carne, una cinta manchada de salsa, fresas espachurradas,
entre las cuales lucía un alfiler teñido del zumo rojizo y que semejaba el
puñal de un asesino, piltrafas de jamón, cascaritas de hojaldre y algunos ojos
de pescado que, aún fijos á sus rotas cabezas, parecían contemplar con asombro
y terror semejante espectáculo. Entre estos objetos, rodando todos en tropel, fué
nuestra pluma empujada por la escoba hasta parar á un gran cesto, de donde la
arrojaron á un corral mil veces más inmundo que aquél de donde había salido. Al
verse entre tanta basura, magullada, rota, sucia, oliendo á vino, á especias, á
grasa, á saliva, empezó á lamentarse con estas patéticas frases: «¡Ay, vientecillo
de mi alma, levántame y sácame de aquí, por Dios y todos los santos! Me muero
en este montón de inmundicia; yo quiero ser libre y pura como antes. A fe que
te has lucido', plumita. ¡Qué error tan grosero! En buen parte has venido á
concluir aquella brillante jornada de placer y felicidad. Que no me digan á mí
que el placer lleva consigo otra cosa que degradaciones, bajezas, dolores y
miserias. ¡Por un ratito de gozo, cuánta amargura! Y gracias á Dios que he
salido con vida. Afortunadamente no seré yo quien vuelva á caer. Sácame de
aquí, amigo, así te dé Dios todos los reinos de la tierra y del mar; sácame, ó
me muero en esta podredumbre. »
El
geniecillo la levantó con rapidez á grandísima altura, y allá arriba se ahuecó
toda, llena de contento, para purificarse y orear su cuerpo. Apartó la vista
del palacio y de la ciudad, y ambos siguieron luego su camino sin saber á dónde
iban. «Ni los campos tranquilamente fastidiosos; ni los palacios, que son
mansión del hastío, me hacen á mí maldita gracia-—decía la pluma.—-Por fuerza
hemos de encontrar pronto lo que cuadra á mi genio. ¿Yes? O yo me engaño mucho,
ó aquel gentío que ocupa la llanura que tenemos delante, nos va á detener allí
con el espectáculo de algún acto sublime. Vamos pronto, que ya siento viva
curiosidad. O yo no sé lo que son ejércitos, ó lo que allí se divisa son dos
que van á encontrarse y á reñir. ¡Sublime acontecimiento! ¡Bendito sea Dios,
que nos ha deparado ocasión de presenciar una batalla! He aquí una cosa que me
entusiasma. Me pirro yo por las batallas. ¡La gloria! Te digo que se me va la
cabeza cuando hablo de esto. Tarde ha sido, amigo; pero al fin he encontrado la
norma de mi destino. Mira, ya van á empezar. Coloquémonos encima de aquéllos
que parecen ser los caudillos de uno de los dos ejércitos, y veamos la que se
va á armar aquí.»
CANTO
TERCERO
Efectivamente:
dos grandes y poderosas huestes iban á chocar en aquella planicie. ¿A qué describir
el brillo de las armas, las empresas de los escudos, el ardor de los
combatientes, el relinchar de los corceles y demás accidentes de la empeñada
refriega? La pluma, palpitando de emoción, vió los primeros encuentros, y no apartaba
los ojos del que parecía ser rey del ejército por quien más tarde se decidió la
victoria. El tal rey llevaba un casco de oro, armadura de bruñido acero, y
oprimía los lomos de soberbio caballo tordo. Ninguno le igualaba en furor y
osadía, razón por la cual su gente, entusiasmada con tal ejemplo, arrollaba á
los contrarios cual si fuesen manadas de carneros. Nuestra viajera no sabía
cómo expresar su frenético alborozo ante la sublime tragedia. «¡La gloria! ¡Qué
gran cosa es la glorial—exclamaba, siguiendo lo más cerca posible al rey victorioso.-—Estoy
en mi centro: ésta es la vida, esto es lo que cuadra á mi genio, esto es la
felicidad: gracias á Dios que lie encontrado lo que quería. Y fui tan imbécil
que perdí el tiempo en frívolos amores y en livianos placeres! ¡La verdad es
que se equivoca uno tontamente! Pero ya voy teniendo experiencia, y no me
equivocaré más. La gloria es lo que más enaltece el alma. Mira, amiguito mío,
cómo vencen los de aquí. Ya van los otros en retirada. ¡Grande y poderoso rey daría la mitad de mi vida por ponerme encima
de su casco, de aquel áureo yelmo, ante cuya cimera se inclinarán con pavura
todos los monarcas y naciones de la tierra. Vamos, esto me enajena. ¿No oyes
cómo crujen las armas, cómo relinchan los caballos y cómo blasfeman los
combatientes, encendidos en marcial coraje? ¡Gloriosa muerte la de los unos, y
gloriosísima victoria la de los otros!» Esta fué decisiva para el rey del áureo
casco y del caballo tordo. Su ejército triunfante persiguió en veloz carrera al
enemigo, y la pluma siguió la triunfal marcha revoloteando sobre la cabeza del
héroe. Corrían sin fatigarse hasta que llegó la noche. Luego se detuvieron,
satisfechos de haber aniquilado en su fuga al ejército contrario. Acamparon los
vencedores, se armó la tienda del rey, preparósele comida y lecho; y en aquella
hora de la reflexión y del reposo, pasada la exaltación primera, hasta la pluma
bajó á la tierra cubierta de cadáveres, de sangre,• de ruinas.
Entonces
la viajera sintió frío glacial, extraordinaria fatiga y una modorra que no pudo
vencer evocando los recuerdos del épico combate. En su letargo, creyó sentir
los lamentos de los heridos, mezclados con horrorosas imprecaciones. No tardaron
en venir las madres, las hermanas, los tiernos hijos, sosteniéndose entre sí,
porque el dolor aflojaba sus desmayados cuerpos, alumbrándose con triste
linterna para buscar al padre, al hijo, al esposo, al hermano. Hombres
horribles, tipo medio entre el sayón y el sepulturero, cavaban la profunda y
holgada fosa, donde eran arrojados los infelices muertos de ambos ejércitos.
Las santas mujeres buscaban aún entre aquellos despojos, mal cubiertos por la
tierra, á los seres queridos, y hasta hubieran escarbado para sacarlos de
nuevo, si las voces y los lamentos que más allá se oían no les dieran la
esperanza de que en otro lugar estarían quizás los que buscaban. Graznando
lúgubremente, bajaron los buitres y demás aves que tienen su festín en los
campos de batalla; la lluvia encharcó el piso, amasando lechos de fango y sangre
para los pobres difuntos, y el frío remató á los heridos que esperaban escapar
á la muerte. ¡Tremenda noche! Volviendo de su letargo, pudo observar la pluma
que cuanto había visto no era alucinación, sino realidad clarísima. Quiso huir;
pero se detuvo sobrecogida, porque en la cercana tienda del rey sonaron gritos
y juramentos y fuerte choque de armas. Varios hombres salieron de allí
luchando, y una voz dijo: «muera el tirano,» y otras exclamaron: «¡han asesinado
al rey!» En efecto, así era: el héroe victorioso había sido sacrificado por sus
ambiciosos generales, ávidos de repartirse el botín y apoderarse del reino.
«Viento
querido, amigo mío, sácame de aquí— gritó la pluma agitando su fleco para
volar.—Levántame; llévame por esos aires de Dios, que no quiero ver tantos
horrores. ¡Maldita sea la gloria y malditos los picaros que la inventaron!
Parece mentira que me haya dejado alucinar por tan era so disparate. Ya ves que
de la gloria no se saca cosa alguna, si no es la desesperación, el odio, la envidia
y todas las bajezas de la ambición. ¡Cuánto más valen la dulce modestia y una
apacible obscuridad! Gracias á Dios que he salido de las tinieblas del error.
Tres veces me equivoqué; pero al fin la luz ha entrado en mi cabeza, y ya tengo
la certeza de no equivocarme más. ¡Cuán claro veo ahora todo! ¡Qué bien
considero y profundizo la verdad de las cosas! No, no volveré á incurrir en
tales tonterías. Por supuesto, siempre es conveniente equivocarse para adquirir
experiencia y estudiar y conocer la vida. Felizmente, ya sé á qué atenerme.
Dichosos los que han pasado tantas amarguras y visto tantísimo mundo... Pero si
no tengo telarañas en los ojos, amigo vientecillo, allá á lo lejos se distingue
una altísima torre que debe de ser de alguna catedral. Sí: á medida que nos
acercamos se va destacando la mole del edificio... No parece sino que Dios nos
ha encaminado á este sitio para que nos arrepintamos de nuestras culpas y
aprendamos que El es la única verdad, la úuica vida y el camino único, fuente
de todas las cosas, consuelo de todas las aflicciones, asilo de todos los
extraviados... ¡Ay! vamos pronto, que ya tengo deseo de entrar allí: ¿no oyes
el repicar de las campanas? ¿no ves cómo el sol perfila con rayos de oro las
mil estatuas erigidas en los pináculos y agujas que rematan el grandioso
monumento por una y otra parte? Date prisa y lleguemos pronto, amiguito; ¡qué
pesado te has vuelto! A ver si encontramos un agujerito por doude
introducirnos.»
CANTO
CUARTO
Dieron
vueltas alrededor del templo, que era ojival y de sorprendente hermosura, y al
fin, hallando un vidrio roto, se colaron dentro sin pedir permiso al sacristán.
Soberbio espectáculo se ofreció á las miradas de nuestros dos viajeros. La vasta
nave y sus haces de columnas delicadísimas, que remataban en palmeras,
entretejiéndose para formar la bóveda; las ventanas rasgadas en toda la
extensión del pavimento y cubiertas con el diáfano muro de cristales de
colores; la multitud de figuras representativas; la fauna, la flora; la riqueza
de los altares, las luces, los resplandecientes trajes de los sacerdotes; el
incienso, formando azuladas nubes; el son del órgano, á veces suave y apagado
como la respiración de un niño que duerme, después fuerte y estentóreo como el
resoplido de un gigante colérico; el coro grave, y los rezos quejumbrosos, todo
esto impresionó de tal modo á nuestra viajera, que estuvo un buen rato pegada á
la bóveda, sin atreverse á descender, sobrecogida de admiración, piedad y respeto.
«Me falta poco para llorar, amigo vientecillo— dijo.—Aunque un poco tardío, mi
arrepentimiento es seguro. ¡Con cuánto gozo abro mis ojos á la luz de la
verdad! ¿Y habrá quien sostenga que puede haber dicha, reposo y paz fuera de la
religión sacratísima? Santa y sublime fe: á tí vengo fatigada de las luchas del
mundo, el alma llena de congojas y atormentada por el recuerdo de mis pasados
extravíos. Inexperta y alucinada, juzgué que el mejor empleo y ocupación de mi ser
era el amor, los goces ó la incitante gloria, cosas ¡ay! de liviana realidad,
que se desvanecen pasada la ilusión primera. Mi alma está pura, y anhela
reposarse en el bien. Aborrezco el mundo; pienso sólo en Dios, imán de nuestros
corazones, fuente de toda salud, principio de toda inteligencia. Aquí, en este
santo y bello asilo, creado por el arte y la fe, he de pasar lo que me resta de
vida. Segurísima estoy ahora de no variar de inclinaciones ni de pensamiento.
Aquí, siempre aquí. Dulce es, entre todas las dulzuras, zambullir el
pensamiento en la idea de Dios, adorarle, contemplarle, confundirnos ante su
presencia como granos de polvo ó frágiles plumas que somos las criaturas.
Vientecillo, puedes marcharte, que yo me quedo aquí para toda la vida. ¡Cuán feliz
soy!»
Calló
la pluma y se acurrucó con devota compostura en la punta de una de las espinas
que ceñían la frente del dorado Cristo suspendido en lo más alto del retablo.
Cesaron los cantos, apagáronse las luces. Rumores extraños de misales que se
cierran, de goznes rechinantes, de papeles de música que se arrollan, de
cortinas que se corren tapando un santo, de llaves que crujen en la enmohecida
cerradura, de acólitos que tropiezan corriendo hacia la sacristía, de rosarios
que se guardan, sustituyeron á la imponente salmodia de antes; y las pisadas de
los hombres y las faldas de las mujeres levantaron ligera nube de polvo que
subió á confundirse con los desgarrados celajes del incienso, vagabundos aún
por las altas bóvedas, como los jirones de nubes que corren por el cielo
después de una tempestad.
Vino
la noche, y los vidrios se obscurecieron tomando tintas suaves y misteriosas.
La gran nave quedó por fin en completa sombra; mas en lo alto de sus muros
velaban, como espectros de moribundo resplandor, las pintadas efigies de cristal.
En el centro del lóbrego santuario lucía un punto de luz: era la lámpara del
altar, que como un alma despierta y vigilante oraba en el recinto. Su débil
claridad apenas iluminaba los pies del Santo Cristo próximo, y el blanco cuerpo
de un obispo de mármol que, tendido en su mausoleo, parecía como que á ratos
abría la boca para bostezar. Pasaron horas y más horas, que por lo largas parecían
noches empalmadas, sin días que las separasen, y la pluma acabó sus rezos y los
volvió á empezar, y acabados de nuevo, y agotado todo el repertorio de
oraciones que sabía, dijo otras que sacaba de su cabeza, hasta que al fin, no
ocurriéndosele nada, aburrida de aburrirse, se dejó decir: «Vientecillo, me
alegro de que no te hayas ido. Ven acá un momento: ¿sabes que siento así como ganas
de dar un paseíto por ahí fuera? No es que quiera abandonar este sitio; pues lo
dicho, dicho: aquí he de estarme toda la vida. Es que, hablando con sinceridad,
esto es bastante triste, y no sé, no sé... las horas tienen una longitud
desmesurada. Si me apuras, te diré con mi habitual franqueza que me aburro
soberanamente. ¿Por qué no hemos de salir á refrescarnos la cabeza y á ver el
cielo? pues por mucha que sea nuestra devoción, no hemos de estar siempre reza
que te reza, y conviene dar al ánimo esparcimiento para cobrar fuerzas y... ya
me entiendes. Salgamos, que en realidad no tiene maldita gracia que nos estemos
aquí hechos unos pasmarotes. Y repara que después que aquellos señores acabaron
de cantar, esto está tan solo y obscuro que antes impone miedo que piedad.
Larguémonos fuera un ratito, que una cosa es la fe y otra el saludable recreo
del cuerpo y del alma.»
Salieron
por donde habían entrado, y al hallarse fuera, la pluma prorrumpió en
exclamaciones: «¡Oh, gracias á Dios que veo otra vez el profundo cielo, las
altas estrellas y la luna! ¡Qué hermosura! Paréceme que hace años que no he
visto este admirable espectáculo, siempre nuevo y seductor. Mira, alarguemos
nuestro paseíto, que en nada se admira tanto á Dios como en la naturaleza, ni
nada es en ésta tan bello como la noche. Vaya, con franqueza, amigo viento: ¿no
es esto más hermoso que el antro sombrío y estrecho de la catedral? Compara
aquella lámpara con estas luminarias celestiales que tenemos encima de nuestras
cabezas... Sigamos un poquitín más allá; que si no volviéramos, ya
encontraríamos otra catedral en que meternos. Hay muchas, mientras que cielos
no hay más que uno... ¡Cuánto se aprende viviendo! ¿Sabes lo que se me ha ocurrido?
Pues que la religión es cosa admirable; pero que consagrarse enteramente á ella
sin pensar en nada más, me parece lina gran majadería. Ya voy teniendo
experiencia, y veo todas las cosas con mucha claridad. Para alabar á Dios y honrarle,
me parece á mí que antes que pasarnos la vida metidas en las iglesias, debemos
las plumas emplear constantemente nuestro pensamiento en conocer y apreciar las
leyes por el mismo Dios creadas. Yo, si quieres que te hable con el corazón en
la mano, no tengo muchas ganas de volver á la catedral, fuera de que ya liemos
perdido el camino y no lo encontraremos fácilmente. ¿No te parece que debemos
lanzarnos por esos espacios anchísimos buscando en ellos la razón de todas las
cosas? Siento tal curiosidad, que no sé qué haría por satisfacerla. ¡Saber! Ese
es el objeto de nuestra vida; en saber consiste la felicidad. No negaré yo que
la Fe es muy estimable; pero la Ciencia, amigo mío, ¡cuánto más estimable es!
Por consiguiente, te confieso con toda ingenuidad que be variado de ideas, pero
con el firme propósito de que ésta sea la última vez. Quiero, á fe de pluma de
origen divino, examinar cómo y por qué se mueven esos astros; á qué distancia
están unos de otros; qué tamaño y qué cantidad de agua tienen los mares; qué hay
dentro de la tierra; cómo se hacen la lluvia, el rayo, el granizo; de qué diablos
está compuesto el sol; qué cosa es la luz y qué el calor, etcétera, etc. Me da
la gana de saber todas esas cosas. Gracias á Dios que he encontrado la verdadera
y legítima ocupación de mi espíritu. Ni el amor pastoril, ni los placeres
sensuales, ni la terrible y estúpida gloria, ni el misticismo estéril, enaltecen
al ser. ¡El conocimiento! ahí tienes la vida, la verdadera vida, amigo
vientecillo. Bendigo mis errores, de cuyas tinieblas saqué la luz de mi
experiencia y la certeza del destino que tenemos las plumas. Llévame, amigo,
llévame por ahí, pronto, que hay mucho que ver y mucho que estudiar.»
Corrieron,
volaron, y la pluma no se cansaba de sus observaciones especulativas. Estudió
la marcha de los astros y las distancias á que están de la tierra; atravesó el
inmenso Océano de una orilla á otra; hízose cargo de la configuración y trazado
de las costas; midió el globo, fijando la atención en la diversidad de sus
climas y habitantes; penetró en las cavernas profundas, donde existen los indescifrables
documentos de la Mineralogía, y leyó el gran libro Geológico, en cuyas páginas
ó capas hablan idioma parecido al de los jeroglíficos la multitud de fósiles,
siglos muertos que tan bien saben contar el misterio de las pasadas vidas; todo
lo estudió, lo conoció y se lo metió en el magín, y entretanto no cesaba de
repetir: «¡Gran cosa es la Ciencia ¡Y cuánto me felicito de haber entrado por
este camino, el único digno de nuestro noble origen!... Pero lo que me enfada
es que nunca llegamos al fin: á medida que voy aprendiendo, se me presentan
nuevos misterios y enigmas. Yo quisiera aprendérmelo todo de una vez. Es mucho
cuento éste de que nunca se le ve el fondo al odre de la sabiduría. ¡Ayl
Vientecillo perezoso, corre más, á ver si conseguimos llegar á un punto donde
no haya más tierra, ni más mar, ni más cielo, ni más estrellas... Esto no se
acaba nunca. Corramos, volemos, que no ha
de
haber cosa que yo no vea ni examine, ni arcano que no se me revele. He de saber
cómo es Dios, cómo es el alma humana, de dónde salimos las plumas y á dónde
volvemos, después de dar nuestro último vuelo en el viaje de la existencia.»
Y
así transcurrió un lapso de tiempo indeterminable, y ni se veía el fin de la
Ciencia, ni la sed de saber encontraba donde saciarse por completo. Ya habían
recorrido toda la atmósfera que rodea nuestro planeta, y la buena pluma, cansada
y aburrida, sin fuerzas para avanzar más, giraba alrededor de su eje con
desorden y aturdimiento, como un astro que se vuelve loco y olvida la ley de su
rotación. «¡Ay! vientecillo—exclamaba lánguidamente, -—ya estoy confusa, ya
estoy mareada. ¿De qué vale la ciencia, si al fin, después de tanto investigar,
más me espanta lo que ignoro que me satisface lo que sé? ¡Ay! compañero mío de
desengaños, sólo sé que no sé una condenada palabra de nada. Esto es para
volverse una loca. Llévame a un sitio recóndito donde encuentre el consuelo
del
olvido. Quiero aniquilarme; quiero reposar en completa calma, dando paz al
pensamiento y á la imaginación siempre ambiciosa. ¡Cuántas equivocaciones en
tan breve tiempo! Ni el amor, ni el placer, ni la gloria, ni la religión, ni la
ciencia me satisfacen. El lugar de paz y de contento perdurable con que soñaba
para pasar la vida, no se encuentra en parte alguna. Experiencia lenta y
¿olorosa, ¿de qué sirves? Si ese lugar que busco no existe por aquí,
forzosamente ha de existir en alguna otra región. Busquémoslo, amigo leal y ya
inseparable... Veo que no estás menos aburrido y desilusionado que yo. ¡Ay! yo
desfallezco; apenas puedo sostenerme en tus brazos; todo me desagrada: el aire,
la luz, los árboles, la mar, el espacio, las estrellas, el sol.»
Fijaron
la vista en la tierra, de la cual muy cerca estaban, y vieron una como
procesión que se dirigía á un bosquecillo frondoso, entre cuya verdura se
destacaban objetos de blanquísimo mármol. Era un cementerio, y la procesión un entierro.
Observaron nuestros viajeros que sobre la tierra había sido colocado un ataúd
pequeño y azul. Abriéronlo algunos de los circunstantes, y todos los demás se
agruparon en derredor para ver las facciones de la muerta: era una niña como de
diez años, coronada de flores, las manecitas cruzadas en actitud de rezar no se
sabe qué, y semejante á un ángel de cera, tan bonito y puro, que al verle todos
se admiraban de que se hubiera tomado el trabajo de vivir. «Aquí, aquí quiero
estar siempre, querido vientecillo. Suéltame, déjame caer,»—dijo la pluma, desasiéndose
de los brazos de su amado conductor, para caer dentro del ataúd. Este se cerró,
y el vientecillo, que empezaba á dar revoloteos para sacarla con maña, no pudo conseguirlo,
y la pluma quedó dentro.
¿Acabarán
con esto tus paseos, oh alma humana?
Benito Perez Galdos
Abril
de 1872.
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