LA .PATENTE 1300
(CUENTO YANQUI)
- Romanticismo estúpido de los
latinos, eso y no otra cosa es el pensar que las grandes invenciones puedan
surgir de cerebro vacilantes por el hambre, y que los grandes inventores hayan
de padecerlo muy intenso para torturar su ingenio con los estrujones
de la necesidad, hasta lograr
condensar el jugo de su meollo en una idea útil á la humanidad, en un artificio
original, en un producto nuevo, en una mecánica aprovechable.
Así se explicaba de sobremesa, en el
soberbio comedor de su casa de Jacksonville, y ante unos cuantos amigos que le
habían acompañado en el almuerzo, Mr W. Russton, mecánico distinguidísimo, que
había cimentado su fortuna ganando un centenar de miles de dolares con la
invención de u.nos broches para guantes. - Paréceme, querido, - objetóle el
abogado Mr J., Limpton, - que concedéis demasiada intervención en el progreso
humano al filete de buey, y que podrían echar por tierra vuestro argumento el
pobre sastre inventor de las máquinas de coser; Jaquart, el inventor del
prodigioso telar mecánico moderno; el pastor alpino que ideó poner piedras
sobre la tapadera del cacharro en que cocía sus legumbres, adelantándose con
ello á la marmita inventada por Papin, y tantos otros para quienes la falta de
dinero y no sobra de alimento no fue obstáculo, y sí en algunos razón de
grandes invenciones. - Leyendas y sólo leyendas.
Si hay alguno que inventase con el
estómago vacío, ese es la excepción que confirma mi regla. Los otros no son
inventores conscientes, los otros son... clientes de la casualidad. El ansia de
riquezas del alquimista, su sed de oro que le hacía buscar la piedra filosofal,
dieron lugar a grandes descubrimientos de la química; pero esos descubrimientos
habrían sido estériles para la humanidad, si alguien, que sin duda estaba mejor
nutrido que el inconsciente descubridor, no los
hubiera recogido y presentado al público en forma prácticamente utilizable. visto
atacar valientemente las fortalezas culinarias, - Si no hubiéramos almorzado
juntos y no os hubiera que vuestro excelente cocinero nos ha presentado, creería,
Mr Russton, a de las razones que presentáis, que estabais juzgar por la escasa
consistencia atacado de la manía vegetariana y habíais devorado una gran ración
de flatulentas habichuelas ...
- ¿No os he convencido? Voy a
insistir. La mayoría de los que en Europa se llaman inventores, ya os lo he
dicho, son clientes de la casualidad. El invento, el verdadero inventor, es el
que ante una necesidad, ante un problema, ante una dificultad o ante un
obstáculo, medita, discurre, tantea, ensaya y aplica lo que sabía o lo que
aprende al efecto, y al fin presenta el medio de satisfacer la necesidad - la
solución al problema, la dificultad vencida o el obstáculo salvado. y para el
trabajo mental, primero, y material después, que forzosamente ha de realizar,
necesita del filete de buey o de sus sucedáneos: necesita comer bien para no
discurrir mal.
- Sigo, a pesar de que predicáis con
el ejemplo más elocuente, sin convencerme por completo. Nosotros, los
americanos, tenemos por horma de vida una sólida alimentación, y, con todo, en
aquel trabajo en que la inteligencia brilla en todo su esplendor en que la
imaginación ostenta, todas sus galas, en que todo se inventa, pues que todo se
crea, en la poesía, en fin, no hemos hecho nada que valga la pena. Tenemos ingenieros
no ingeniosos, tenemos quizá el ingenio que aplica, no el genio que asombra. -
Os devuelvo lo de las habichuelas, mister Limpton. Y ahora, decidme : ¿Para qué
sirven todas esas poesías? Contestadme sin hacerlas. Pero no, no me contestéis,
es indigno de dos ciudadanos de los Estados Unidos enredarse en una discusión
de palabras.
Terminemos la nuestra de la manera
más americana que podamos terminaela con una apuesta. Yo he sostenido y
sostengo que después de comer bien se está en mejores condiciones de ser
inventor que cuando se tiene hambre, y sobre todo hambre crónica.
Proponedme un tema para una invención;
yo os pediré el tiempo y la comida necesarios para resolverlo, y si no consigo
la solución pierdo la apuesta, que puede ser de cinco mil dolares, si os place
la suma. - Aceptado, Mr Russton. Son cinco mil dolares por mi cuenta, salvo que
estos señores quieran ayudarme en la apuesta. Los restantes comensales
contestaron a esta invitación, diciendo que como buenos americanos, estaban de
parte de Mr. Russton.
- Sea yo solo, pues así lo queréis.
He aquí el tema para la invención puesto
que para mister Russton lo más inútil del mundo parece ser la bella poesía, yo
le propongo que la presente en forma que sea útil ó utilizable. ¿Qué tiempo necesitáis,
Mr. Russton? - Dificilillo es el tema; por eso he de pedir lo menos ... diez
días, y en cuanto a comidas ... - Las que queráis, Mr. Russton; cuento a mi
favor con las indigestiones. - Pues está hecho, Mr. Limpton; esta es mi mano. -
Hecho está, Mr. Russton; ahí va la mía, pero antes una observación: la utilidad
del invento ha de ser reconocida por todos los presentes, si yo la negase, incluso
por el propio inventor que habrá de aplicarla. - Aceptado, aceptado - contestó
Mr. Russton.
Ocho días después de esta apuesta, el
Boletín Oficial de Invenciones y Descubrimientos de Jacksonville publicaba la
siguiente nota: “Patente número 1 300. Concedida a Mr. Russton, mecánico, por
unos rollos de papel higiénico con poesías impresas en una de las.
caras.” Puntuales como cronómetros
acudieron al expirar el décimo día a la casa de Mr. Russton los testigos de su
apuesta con Mr. Limpton; tampoco se hizo éste esperar; por cierto que a todos
sorprendió el que, después de la nota publicada
en el Boletín, apareciese, no como vencido, sino con aire de triunfador y con
un envoltorio en la mano que todos creyeron serían los billetes de Banco o las
monedas de oro con que pagar los 5 000 dolares que había perdido.
- ¡Bah! - pensaron, - nos quiere
ocultar el sentimiento que la derrota le produce para que no crearnos que la
pérdida significa gran cosa para su fortuna; pero si pudiéramos saber cómo
piensa realmente... ¡otra le queda! Mr. Limpton desenrolló su paquete; era...
un ejemplar del invento de su contrincante, entregó á éste una tira de papel, y-
¿Recordaréis - le dijo - la última condicional que puse a vuestra apuesta? Pues
bien; leed esos versos y ... Mr. Russton tornó el papel, lo leyó y sin formular
la menor observación, sin una protesta, echó mano á la cartera, sacó de ella un
talonario de cheques y extendió uno de 5000 dolares que entregó Mr. Limpton.
En el papel estaba impreso un detestable soneto que la encantadora
miss Maud, hija de Mr. Russton, había dedicado a su padre en el último
aniversario de su natalicio.
Por R. MAINAR LAHUERTA
No hay comentarios:
Publicar un comentario