HIERBA SANTA
(Fragmento de Las Memorias del
Marqués de Bradomin)
. .. Grandes aldabadas sonaron en el silencio de la noche. Era el
mayordomo de mi madre, que venía buscándome. Manteníase ante la puerta, jinete
en una mula y con otra del diestro. Le interrogué desde la ventana: - ¿Ocurre
algo, Briones? - La señora, que está enferma... Bajé presuroso; sin cerrar la ventana,
que una ráfaga batió. Nos pusimos en camino con toda premura.
Cuando llegó el mayordomo, aún brillaban algunas estrellas en el
cielo; cuando partimos, oí cantar los gallos de la aldea. De todas suertes no llegaríamos
hasta cerca del anochecer. Había nueve leguas de jornada y malos caminos de
herradura trasponiendo monte. El mayordomo era un viejo aldeano, que llevaba
capa de juncos con capucha y madreñas. Adelantó su mula para enseñarme el
camino, y al trote cruzamos la aldea de San Clodio, acosados por el ladrido de
los perros que vigilaban en las eras; atados bajo los hórreos. Cuando salimos al
campo empezaba la claridad del alba. Vi en lontananza unas lomas
yermas y tristes, veladas por la
niebla. Traspuestas aquéllas, vi otras, y después otras. El sudario
ceniciento de la llovizna las envolvía; no acababan nunca. Todo el camino era
así. A lo lejos, por « La Puente del Prior », desfilaba una recua madrugadora,
y el arriero, sentado a mujeriegas en el rocín que iba postrero, cantaba a
usanza de Castilla.
El sol empezaba a dorar las cumbres de los montes; rebaños de ovejas
blancas y negras subían por la falda, y sobre verde fondo de praderas, allá en
el dominio de un Pazo, larga bandada de palomas volaba sobre el palomar
señorial. Acosados por la lluvia, hicimos alto en los viejos molinos de Gundar,
y como si aquello fuese nuestro feudo; llamamos autoritarios a la puerta.
Salieron dos perros flacos, que ahuyentó el mayordomo, y después una mujer
hilando. El viejo aldeano saludó cristianamente: - ¡Ave María Purísima! La
mujer contestó: - ¡Sin pecado concebida! Era una pobre alma, llena de caridad.
Nos vio ateridos de frío; vió las mulas bajo el cobertizo; vió el cielo
encapotado, con torva, amenaza de agua y franqueó la puerta, hospitalaria y
humilde. - Pasen y siéntense al fuego. ¡Mal tiempo tienen, si son
caminantes!, ¡Ay! Qué tiempo, toda la siembra
anega... ¡Mal año nos aguarda!
Apenas entramos, el mayordomo volvió á salir
por las alforjas. Yo me acerqué al hogar, donde ardía un fuego miserable. La
pobre mujer avivó el rescoldo y trajo un brazado de jara verde y mojada, que
empezó a dar humo, chisporroteando. En el fondo del muro,
una puerta vieja y mal cerrada, con las losas del umbral blancas de
harina, golpeaba sin tregua: ¡tac! ¡tac! La voz de un viejo, que entonaba un
cantar, Y la rueda del molino resonaban detrás. Volvió el mayordomo con las
alforjas colgadas de un hombro: - Aquí viene el yantar. La señora se levantó
para disponerlo todo por sus manos... Salvo su mejor parecer, podríamos
aprovechar este huelgo. Va a cerrarse a llover y no tendremos escampo hasta la
noche. La molinera se acercó solícita y humilde: - Pondré una trébede al fuego
si acaso les place calentar la vianda. Puso la trébede, y el mayordomo comenzó
a vaciar las alforjas; sacó una gran servilleta adamascada y la extendió sobre
la piedra del hogar. Yo, en tanto, me salí á la puerta. Durante mucho tiempo
estuve contemplando la cortina cenicienta de la lluvia que ondulaba en las
ráfagas del aire. El mayordomo se acercó respetuoso y familiar a la vez: - Cuando
a V. E. bien le parezca.. ¡Dígole que tiene un rico yantar!
Entré de nuevo en la cocina y me senté cerca del fuego. No quise
comer, y mandé al mayordomo que únicamente me sirviese un vaso de vino. El
viejo aldeano obedeció en silencio. Buscó la bota en el fondo de las alforjas y
me
sirvió el vino rojo y alegre que daban las viñas del Palacio en uno de esos pequeños
vasos de plata que nuestros abuelos mandaban labrar con los soles del Perú - ¡Un vaso por cada sol! - Apuré el vino, y,
como la cocina estaba llena de humo, salíme otra vez a la puerta. Desde allí mandé
al mayordomo y a la molinera que comiesen ellos. La molinera solicitó mi venia
para llamar al viejo que cantaba dentro. Le llamó á voces: -¡Padre! ¡Mi padre!...
Apareció blanco de harina, la montera derribada sobre un lado y el
cantar en los labios. Era un abuelo con ojos bailadores y guedejas de plata;
alegre y picaresco como un libro de antiguos decires. Arrimaron al hogar toscos
escabeles ahumados, y entre
un coro de bendiciones sentáronse a comer. Los dos perros flacos
vagaban en torno. Fué un festín, donde todo lo había previsto el amor de la pobre
enferma. ¡Aquellas manos pálidas y temblorosas, que yo amaba tanto, servían la
mesa de los humildes como las
manos ungidas de las santas princesas!, al probar el vino, el viejo
molinero se levantó, murmurando: - ¡A la salud del buen caballero que nos lo
da! ... De hoy en muchos años torne a catarlo en su noble presencia. Después
bebieron la molinera y el mayordomo, todos con igual ceremonia. Mientras comían
yo les oía hablar en voz baja. Preguntaba el molinero a dónde nos
encaminábamos, y el mayordomo respondía que al Palacio de Bradomin. El molinero
conocía aquel camino; pagaba un foro antiguo á la señora del Palado; un foro de
dos ovejas, siete ferrados de trigo y siete de centeno. El año anterior, como
la sequía
fuera tan, grande, perdonaba todo el fruto; era una señora que se
compadecía del pobre aldeano. Yo, desde la puerta, mirando caer la lluvia, les
oía emocionado y complacido. Volvía la cabeza, y con los ojos buscábales en
torno del hogar en medio del humo. Entonces bajaban la voz, y me parecía
entender que hablaban de mí. El mayordomo se levantó: - Si a V. E. le parece,
echaremos un pienso a las mulas y luego nos pondremos en camino.
Salió con el molinero, que quiso ayudarle. La mujeruca se puso a
barrer, la ceniza del hogar. En el fondo de la cocina los perros roían un
hueso. La pobre mujer, mientras recogía el rescoldo, no dejaba de enviarme bendiciones
con un musítar de rezo: - ¡El Señor- quiera concederle la mayor suerte y salud
en el mundo; y que cuando llegue al Palacio tenga una grande alegría!... ¡Quiera
Dios que se encuentre sana a la señora y con los colores de una rosa!; Dando
vueltas en torno del hogar, la molinera repetía monótonamente: - ¡Así la
encuentre como una rosa en su rosal!
Aprovechando un claro del tiempo, entró el mayordomo a recoger las
alforjas en la cocina, mientras el molinero desataba las mulas y del ronzal las
sacaba hasta el camino, para que montásemos. La hija asomó en la puerta a
vernos partir: - ¡Vaya muy dichoso el noble caballero! ••• ¡Que Nuestro Señor
le acompañe! •••
Cuando estuvimos a caballo salió al camino, cubriéndose la cabeza con
el mantelo para resguardarla de la lluvia, que comenzaba de nuevo, y se llegó a
mí llena de misterio.. Así, arrebujada, parecía una sombra milenaria. Temblaba
su carne, y los ojos fulguraban calenturientos bajo el capuz del mantelo. En la
mano traía un manojo de hierbas. Me las entregó con un gesto de sibila, y
murmuró en voz baja: - Cuando se halle con la señora, mi condesa póngale, sin
que ella le vea, estas hierbas, bajo la almohada. Con ellas sanará. Las almas
son como los ruiseñores, todas quieren volar: Los ruiseñores cantan en los
jardines, pero en los palacios del rey se mueren poco a poco... Levantó los
brazos, como si evocase un lejano pensamiento profético, y los volvió a dejar
caer. Acercóse sonriendo el viejo molinero y apartó a su hija sobre un lado del
camino, para dejarle paso a mi mula.
- No haga caso, señor. ¡La pobre es inocente! Yo sentí, como un vuelo
sombrío, pasar sobre mi alma la superstición, y tomé en silencio aquel manojo de
hierbas mojadas por la lluvia. Las hierbas olorosas, llenas de santidad, que
curan la saudade de las almas
y los males de los rebaños, que aumentan las virtudes familiares y las
cosechas ... ¡Ay!. .. ¡Qué poco tardaron en florecer sobre la sepultura de mi
madre, en el verde y oloroso cementerio de San Clemente de Bradomín! ..
RAMÓN DEL VALLE-INCLÁN.
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